Revista Poder
Todo es igual, nada es mejor/ Lo mismo un burro que un gran profesor
Enrique Santos Discépolo (1934)
Ya conocen los argumentos de Vargas Llosa en La Civilización del Espectáculo: vivimos una época en que la banalidad, la frivolidad y el mero entretenimiento han invadido y degradado cada dimensión de la vida contemporánea. La devaluación (si no desaparición) de la alta cultura, así como la extinción de las elites intelectuales que protegían a la sociedad de los charlatanes han empujado a que la política y el sexo, las artes y el periodismo, la religión y la academia, entre otras facetas, se abismen hacia la mediocridad sin que haya ya forma de distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo sabio de lo necio. “Hoy ya nadie es inculto, o mejor dicho, todos somos cultos” (p.69). El de Vargas Llosa es un libro importante, impertinente, un poco injusto y por partes apurado, pero imprescindible. Nos obliga a pensar un tema crucial y urgente, ¿qué hacer con esta sociedad sometida cada vez más a aquello que Castoriadis llamó el “ascenso de la insignificancia”?
Más que un ensayo (como aquellos que nuestro Nobel dedicó a Arguedas, García Márquez o Flaubert) este libro pertenece a un género ultracontemporáneo: la diatriba del indignado. Si Stéphane Hessel publicó el 2010 el libro-manifiesto más influyente de los últimos años contra las desigualdades económicas (¡Indignez-vous!, traducido a decenas de idiomas), MVLL ha escrito su manifiesto contra las igualdades culturales. Es un libro propio de una época dominada por el malestar social y en la que este tipo de texto seguirá apareciendo (vean si no los recientísimos What Money Can’t Buy del filósofo Michael Sandel y How Much is Enough? de Robert y Edward Skidelsky).
Empecemos por aquello que es menos convincente en el libro. El punto flaco no es, desde mi lectura, uno de tipo ideológico; no me irrita ni su conservadurismo (hay mucho que conservar en nuestras sociedades), ni sus posturas poco democráticas (la democracia, ese abuso de la estadística, Borges). Creo, más bien, que MVLL resbala cuando intenta establecer la causa de esta civilización del espectáculo. Por ejemplo, ¿por qué News of the World realizó las aberraciones más inmundas en materia de periodismo? Debido al empobrecimiento de la cultura. ¿Por qué el desprestigio de la política en las sociedades contemporáneas? Ello se debe al empobrecimiento espiritual de las masas. Y si el arte se ha degradado, ello “no está relacionado directamente con el mercado, más bien con el empeño de democratizar la cultura y ponerla al alcance de todo el mundo” (p.182). Así, los problemas sociales se originan, siempre y fundamentalmente, en la esfera cultural. Aquí es cuando el lector levanta la ceja. Osmar Gonzales da en el clavo cuando afirma que Vargas Llosa no sale de “la encrucijada de cómo salvar a la cultura sin atentar contra el orden económico”.
La sociedad del espectáculo, aceptémoslo, es el retoño indeseable del modelo que largo tiempo han defendido los liberales. Durante décadas, cada vez que un Estado quiso intervenir en el mundo de la cultura y así impedir algunas derivas hacia la frivolidad, los liberales (y MVLL a la cabeza) se opusieron a que se recortase la libertad de los mercados. Hoy que la civilización de la banalidad se ha entronizado, oír a MVLL diciendo que el origen de toda esta dégringolade tiene una causa ‘cultural’ o que ella proviene de la bancarrota de la religión suena a que, cómo decirlo, le está sacando la nalga a la jeringa. En fin, mi punto es que muchas causas que han obrado para llegar a esta sociedad light son pasadas por agua tibia y que un liberal conspicuo podría haber realizado algún balance de su propia tradición política frente a dicho resultado.
Ahora bien, este no es un libro de ciencias sociales ni de filosofía política; es un manifiesto, una postura, un grito de alarma. Si las respuestas que MVLL brinda para el problema que plantea nos saben a poco, el problema diagnosticado es uno fundamental e ineludible. ¿Estamos o no de acuerdo en que vivimos en sociedades donde las esferas públicas se degradan cotidiana y aceleradamente al ritmo del sensacionalismo, el infotainment y donde cada vez más ciudadanos son absorbidos por las numerosas y adormecedoras fuentes de evasión que provee la internet? Me resulta evidente que, a distintos niveles y con matices propios, la vida pública de los países tiende a la chatura y que, poco a poco, se impone una forma de diálogo público devaluado. Pensemos en esas cápsulas de CNN llamadas In-depth (en profundidad), donde tres o cuatro minutos bastan para dar cuenta de procesos tan complejos como las revueltas en los países árabes o las crisis financieras. Pero en nuestra época, 4 minutos ya es el momento de ¡profundidad! En los periódicos, asimismo, los artículos de 800 palabras son ahora considerados larguísimos (e impublicables en muchos de ellos) y las ocurrencias ligeras y amorfas que los políticos escupen en el Twitter son parte esencial de los ‘debates’ contemporáneos. En el Perú, una miradita a la página web de El Comercio es prueba suficiente del tipo de imbecilidad que poco a poco monopoliza la atención pública. El interés público ha sido reemplazado por la curiosidad pública.
¿Que todo esto es muy democrático? Desde luego. El hijo de vecino que hasta hace muy poco cultivaba en privado y en silencio su ignorancia, hoy la suelta al espacio público con legitimidad contribuyendo a la erosión de la llamada opinión pública’. Marco Sifuentes responderá que no hay que hacer tanta alharaca, así fue invariablemente, las elites siempre fueron pocas y la chusma mayoría (no sé si este argumento es más o menos conservador que los de MVLL). El problema es que no fue siempre así. Conforme las mayorías ganan presencia en el debate público este se degrada pues los contenidos deben hincarse hacia la medianía. Es menos importante constatar que siempre hubo elites y mayorías, que constatar que la producción de ‘arriba’ debe, poco a poco, acomodarse a nuevos públicos mayoritarios y ávidos de entretenimiento. Basta notar la preeminencia que han ganado las secciones de farándula en los noticieros televisivos o recordar ese tiempo, no tan lejano, cuando Caretas no era un suplemento de Ellos y Ellas.
Lo que quiero decir es que el problema es diferente del que intenta resumir Jorge Volpi cuando afirma que a Vargas Llosa le molesta que los trabajadores ahora ya no solo trabajen sino que también se diviertan. No es ese el punto. El problema es lo que la democratización ocasiona en el ápice de la pirámide cultural. Para los de abajo internet es una bendición, acceso a abundante información como nunca antes; para los de arriba es fuente de banalización y adormecimiento. Es, digamos, Tocqueville aplicado al mundo de la internet, sus efectos democratizadores son diferenciados: los de abajo se empinan y los de arriba descienden.
Yo no sé si hay algún estudio sobre el tema, pero puedo apostar a que cualquier persona que hace algún tiempo leía varios libros por año, lee muchísimos menos desde que tiene una cuenta en Facebook. La tentación del divertimiento inmediato y fugaz es enorme. A esto sumemos la ideología cretina de Zuckerberg (“todo debe ser social”) y su herramienta para conseguirlo (time-line) empujando a que lo compartamos todo, agudizando la desaparición del individuo original. Se entiende que las editoriales internacionales tengan cada vez más problemas para vivir de aquellos libros de tiraje medio (o sea, aquellos que reflejan que mucha gente compra cosas diversas). Hoy, la tendencia es a que se reduzca la importancia de los libros de tiraje medio y, por tanto, a que el mercado se divida en muy pocos super-best-sellers y muchísimos libros que venden casi nada. Porque, claro, si el ideal es que todo lo compartamos y comentemos comunitariamente, ¿qué diablos me hago en Facebook si no he leído a Larsson ni el último Murakami? Entonces, el problema es menos que los de abajo crean que Arjona es un poeta mayor, el problema es la cultura de arriba despeñándose rápidamente. (No digo que esta haya desaparecido, Gustavo Faverón acierta al reprocharle a Vargas Llosa que no considere que la alta cultura es también producida en nuestros días.)
Ahora, ¿qué hacemos con esta sociedad gris, uniforme y satisfechamente igualitaria? Este proceso de uniformización de las sociedades, no tiene nada de nuevo, Tocqueville lo describió en la primera mitad del XIX con más precisión que nadie. Como diría Mafalda, no es el acabose, solo el continuose. La cuestión medular es saber qué se hace con esta realidad. Dos respuestas me parecen igual de nocivas. De un lado, la de quien creyéndose muy progresista celebra acríticamente tanto cambio democrático; del otro, la del nostálgico que cruzado de brazos añora un pasado supuestamente mejor. En realidad, el desafío es cómo actuamos desde el mundo de la política y las instituciones para impedir que nos deslicemos sin remedio hacia la sociedad homogénea y gris. Por lo pronto, recuerdo haber leído un estudio que mostraba que las clases trabajadoras alemanas y francesas tienen mucho más acceso a la música clásica que sus pares inglesas gracias al canal de televisión Arte auspiciado por los estados francés y alemán. ¿Estamos dispuestos, quienes compartimos sensibilidades liberales, a considerar que tal vez desde las instituciones estatales se puede contrarrestar algunos de los males de la civilización del espectáculo?
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