Adiós, Toño

Revista Poder

Durante nueve años viví frente a la casa de la señora América, mamá de Antonio Cisneros, casa donde el poeta tenía su estudio. Cuando me mudé ahí acababa de entrar a la universidad y, aunque sabía de más que ese señor que llegaba en bicicleta, a pie o en carro, era el poeta Antonio Cisneros, aún no lo había leído, no imaginaba cuán grande era su poesía y, mucho menos, sospechaba que en el futuro me volvería hincha a muerte de ella. Lo saludaba tímidamente desde mi vereda pero, con el paso del tiempo, terminamos conociéndonos. Solo algunos años después de haberme mudado ahí compré una antología suya que he leído, anotado, releído y cargado a cada una de las ciudades en las que he vivido en esta última década. Poeta inmenso. Todos estos años en los que lo he releído en el extranjero solo acumulé asombro y admiración por este hombre que conseguía hacerme reír con su poesía, que incrustaba incertidumbre histórica, risas y bruma limeña en poemas incubados entre Ayacucho, Budapest o Londres, que al entreverar valses y boleros con los evangelios me convencía de que era nuestro Leonard Cohen. ¡Y yo lo conocía! Ya no podré saludarlo cuando pase por Lima. Ya no me gritará “¡sobrino!”, de un momento a otro en alguna esquina. En aquel país nuestro, el de Hermelinda, el que no le tocó en suerte a Almagro, el de los consagrados al niño Jesús de Chilca, uno de sus poetas mayores se ha ido. Gracias, Toño. Adiós, Toño.

CRÓNICA DE LIMA

“Para calmar la duda que tormentosa crece acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.” Hermelinda, vals criollo

Aquí están escritos mi nacimiento y matrimonio,

y el día de la muerte

del abuelo Cisneros, del abuelo Campoy.

Aquí, escrito el nacimiento del mejor de mis hijos,

varón y hermoso.

Todos los techos y monumentos recuerdan mis

batallas contra el Rey de los Enanos y los perros

celebran con sus usos la memoria de mis

remordimientos.

(Yo también

harto fui con los vinos innobles sin asomo

de vergüenza o de pudor, maestro fui

en el Ceremonial de las Frituras).

Oh ciudad

guardada por los cráneos y maneras de los reyes

que fueron

los más torpes —y feos— de su tiempo.

Qué se perdió o ganó entre estas aguas.

Trato de recordar los nombres de los Héroes, de

los Grandes Traidores.

Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.

 

Las mañanas son un poco más frías,

pero nunca tendrás la certeza de una nueva estación

—hace casi tres siglos se talaron los bosques y

los pastos

fueron muertos por fuego—.

El mar está muy cerca,

Hermelinda,

pero nunca tendrás la certeza de sus aguas

revueltas, su presencia

habrás de conocerla en el óxido de todas las

ventanas,

en los mástiles rotos,

en las ruedas inmóviles,

en el aire color rojo-ladrillo.

Y el mar está muy cerca.

El horizonte es blando y estirado.

Piensa en el mundo como

una media esfera —media naranja, por ejemplo

— sobre cuatro elefantes,

sobre las cuatro columnas de Vulcano.

Y lo demás es niebla.

Una corona blanca y peluda te protege del

espacio exterior.

Has de ver

cuatro casas del siglo XIX

nueve templos de los siglos XVI, XVII, XVIII.

Por dos soles 50, también, una caverna

donde los nobles obispos y señores —sus esposas,

sus hijos—

dejaron el pellejo

Los franciscanos —según

te dirá el guía—

inspirados en algún oratorio de Roma convirtieron

las robustas costillas en dalias, margaritas,

no-me-olvides

 

—acuérdate Hermelinda— y en arcos florentinos

las tibias y los cráneos.

(Y el bosque de automóviles como un reptil sin sexo

y sin especie conocida

bajo el semáforo rojo).

Hay, además un río.

Pregunta por el Río, te dirán que ese año se ha

secado.

Alaba sus aguas venideras, guárdales fe.

Sobre las colinas de arena

los Bárbaros del Sur y del Oriente han construido

un campamento más grande que toda la ciudad, y tienen otros dioses.

(Concerta alguna alianza conveniente).

Este aire —te dirán—

tiene la propiedad de tornar rojo y ruinoso

cualquier objeto

al más breve contacto. Así,

tus deseos, tus empresas

serán una aguja oxidada

antes de que terminen de asomar los pelos,

la cabeza.

Y esa mutación —acuérdate, Hermelinda—

no depende de ninguna voluntad.

El mar se revuelve en los canales del aire, el mar se revuelve,

es el aire.

No lo podrás ver.

Mas yo estuve en los muelles de Barranco

escogiendo piedras chatas y redondas para tirar al agua.

Y tuve una muchacha de piernas muy

delgadas. Y un oficio.

Y esta memoria —flexible como un puente

de barcas— que me amarra

a las cosas que hice

y a las infinitas cosas que no hice,

a mi buena o mala leche, a mis olvidos.

Qué se ganó o perdió

entre estas aguas.

Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.

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