Piedras de toque en el zapato

“A mí no me alegra que Vargas Llosa haya ganado el Nobel”, afirma a mi lado un reputado profesor peruano afincado en una de las mejores universidades del mundo. Me incomoda la frase y respondo que “a nosotros, en cambio, sí nos alegra”, mientras alzo la vista en busca de complicidad en el resto de comensales con quienes compartimos la cena. Efectivamente, al resto nos alegra, y mucho. El resto somos académicos treintañeros. Mi vecino, en cambio, enrumba hacia los setenta.

La diferencia generacional no es menor. La intelectualidad de izquierda dominó por varias décadas la academia peruana y para ella el autor de Conversación en la Catedral fue siempre una bestia negra. Mi generación, en cambio, comenzó a interesarse por la política con el destartale del muro de Berlín, empezamos a leer periódicos cuando la revolución cubana ya era un hecho tantito más reciente que la revolución rusa, y la primera guerra que vimos por la tele fue en Irak (y no había rusos por ningún lado). O sea, crecimos en otro mundo. Pero es de mal gusto hablar en nombre de generaciones, pueblos, clases o cualquier otra colectividad así que regreso a la primera persona.

A diferencia de mucha gente que lo celebra por sus obras de ficción pero desprecia cualquier otra faceta del buen Mario, yo he sido un entusiasta lector tanto de sus novelas como de sus artículos. Ya que el novelista Vargas Llosa ha sido tan reverenciado en estas semanas yo quisiera detenerme aquí en la importancia del columnista.

Descubrí los artículos de Vargas Llosa antes que sus novelas. En realidad, más que sus artículos descubrí un artículo en particular. Debía ser fin de los ochenta, yo era adolescente y Bob Marley era uno de mis ídolos de la época. Mi primo mayor me sugirió, entonces, que leyera un artículo donde Vargas Llosa hablaba de su hijo rastafari. Busqué Contra Viento y Marea en la biblioteca de mi abuelo y aquel artículo me divirtió tanto que terminé leyendo varios otros textos de aquel volumen (donde, supongo, debí cruzarme por primera vez con el informe Uchuracchay). Aunque había leído por obligación escolar los cuentos de Vargas Llosa, en realidad fue aquella crónica sobre su hijo etíope y marihuanero la que dio el puntapié inicial de mi admiración. Sospecho que aquel artículo que leí en mi adolescencia ya contenía todo aquello que iba valorar de Vargas Llosa en el futuro: una mirada del mundo que era al mismo tiempo libertaria, individual, comprometida, cosmopolita y, sobre todo, entretenida (vale decir, que no por serios los artículos eran ladrillos soporíferos).

A fines de los ochenta e inicios de los noventa el Perú era devorado por la debacle. Una de sus dimensiones más tristes era la ruina intelectual. La vida universitaria pendía en hilachas. Los campus habían sido secuestrados por Sendero Luminoso y la reflexión yacía enajenada por la hegemonía del marxismo. En ese contexto, Vargas Llosa era aire fresco. Sus artículos cumplían con aquello que los profesores universitarios peruanos habían dejado de hacer: estar en contacto con el mundo. Obsesionados por tomar el poder —democráticamente o por las armas—, nuestros profesores universitarios había echado al olvido todo aquello allende sus narices. Las columnas de Vargas Llosa permitían, en cambio, el contacto con una producción intelectual distinta, menos provinciana, más contemporánea y menos ambigua frente a las instituciones democráticas. Columnas que desplegaban la vieja convicción de Octavio Paz: que las dictaduras blancas o rojas son todas negras. Todavía no era moneda corriente aceptarlo. Y aun hoy algunos sufren para admitirlo. Pero ya se sabe que el último estalinista morirá en una universidad latinoamericana.

En aquel ambiente de inicios de los noventa, Vargas Llosa trajo ideas de otro tipo. Como candidato presidencial, desde luego, al hablar del libre mercado abiertamente, sin culpas. Aunque perdiese aquella elección, ganó el combate ideológico. Desde aquella campaña, arraigó la convicción de que el mercado asigna mejor los recursos que un oscuro burócrata. Pero, para mala suerte nuestra, no arraigó la otra parte de su prédica —el aprecio por las instituciones democráticas— y varios de sus compañeros del Movimiento Libertad terminaron de secuaces de Fujimori. No quisieron entender que libertad económica y política debían ir en yunta. La derecha creyó que tragar era lo mismo que comer y se aconchabó con su chino tirano porque les prometía libre empresa.

Así, los artículos de Vargas Llosa a fin de los ochenta e inicios de los noventa fueron fundamentales porque hacían patente que nuestra derecha e izquierda estaban ambas reprobadísimas en la escuela de la democracia. Y para mí fue clave entenderlo a través de los artículos de Vargas Llosa. No había muchas otras plumas explicándolo en aquella época.

Sin embargo, los artículos de Vargas Llosa estaban lejos de ser importantes solamente por su dimensión política. La mirada libertaria abarcaba mucho más que la política. De la literatura a la migración, de la corrupción al problema global del agua, del nacionalismo al arte plástico, muy poco quedaba fuera de aquellas columnas que, además, abrazaban los cinco continentes pues a través de ellos uno podía acercarse a los pleitos en medio oriente, temblar ante los cánticos de guerra de croatas y serbios o acompañar la descomposición afgana luego de la guerra contra los soviéticos. Hay que tener en cuenta, además, que todavía faltaba mucho para que el Internet redujese el planeta. Así, en aquel Perú ensimismado, las columnas de Vargas Llosa me obligaron a imaginar el mundo. Ya no sé quién me regaló Desafíos a la Libertad pero desde aquí se lo agradezco.

Y gracias a las columnas de Vargas Llosa descubrí a muchos de los autores que luego estudié profesionalmente. Descubrí a Isaiah Berlin de quien terminé siendo un incondicional, leí con asombro el Camino de Servidumbre de Hayek, me hice hincha de Raymond Aron porque Vargas Llosa desbordaba admiración por aquel coetáneo y rival de Jean Paul Sartre y creo que también compré el estupendo El Pasado de una Ilusión de  François Furet por un comentario suyo. Muy pocos de mis profesores universitarios de los noventa me hubieran recomendado a estos autores. O bien no los conocían o bien los consideraban parte del eje del mal.

Desde entonces he seguido leyendo los artículos y reportajes de nuestro Nobel (además de sus novelas, claro). Y continúo maravillado por la consecuencia hacia sus convicciones y el poder devastador de sus misiles periodísticos cuando están dirigidos hacia algún mandamás prepotente. De derecha a izquierda, de Fujimori a Chávez, pasando por lo inclasificable (el PRI mexicano o los Kirchner), cada matón latinoamericano ha sufrido sus petardos quincenales. Y acaso nadie exhiba más huella de sus impactos que Alan García. Tanto en su primer gobierno como en el segundo, Mario Vargas Llosa detuvo sus intentos más abiertos por recortar las libertades en el país. En el primero encabezó la resistencia contra el recorte de libertades económicas que buscaba la estatización de la banca. En el segundo detuvo —con una carta monumental—, una amnistía que intentaba robarnos la libertad política al abrir las cárceles para asesinos convictos. Pobre Alan: cuando fue de izquierda Vargas Llosa le malogró el desvarío estatista y ahora que es de derecha Vargas Llosa le petardea la aberración militarista. Varias de sus columnas, entonces, más que piedras de toque han sido piedras en los zapatos de tiranos y aspirantes a serlo.

Nada de lo mencionado aquí implica que uno deba compartir todas las opiniones de Vargas Llosa. Pero me parecía importante señalar su contribución a desentumecer la vida intelectual peruana desde sus artículos, especialmente en los momentos de cerrazón política y académica. Felicidades al columnista también.

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