Este Barça ha sido otra cosa

Revista Quehacer

A los diez u once años me hice hincha por primera vez de un equipo de fútbol. En realidad, no era de fútbol, era de fulbito y se llamaba el “Electrónica”. Era un equipo de pericoteros festivos. Jugaban con un solo defensa (que creo se apellidaba Jurado) y el resto de jugadores se divertía sacándole lustre fulbitero a la cancha del colegio Carmelitas en las noches de verano. Los pericoteros eran varios pero recuerdo sobre todo a los hermanos Rey Muñoz y a quien era mi ídolo máximo: un tal Motta. Una lástima que no vendieran pósters suyos pues le habría hecho un espacio en la pared de mi cuarto junto a Cueto, Platini y Maradona. Motta — sacalagua, de ojos saltones, bajito y con un afro estilo Barbadillo y que alguna vez oí era maquinista en La República pero quién sabe—, era el rey de la huacha: las hacía para defender o para atacar, de ida y de vuelta, largas o cortitas. Y aunque todos los adversarios se esforzaban para evitar que Motta les pasara la pelota entre las piernas, todos fracasaban en el intento. Motta se las hubiera hecho hasta en un ascensor. Al volver a mi casa de ver aquellos partidos veraniegos, dribleaba muebles, sorteaba libreros, le hacía huachas a las sillas y me veía recibiendo paredes precisas de Motta que yo culminaba en goles perfectos (aunque la verdad es que anotar el gol me daba igual pues ya había aprendido que en el fulbito el gol es lo de menos y la huacha pa’tras es lo de más). Y me tocaba esperar largos días hasta que mi cuadro volvía a golear a rivales parapetados en su propia área, estrategia tan mezquina como realista (¿quién hubiera propuesto algo distinto?) pero, sobre todo, estrategia infructuosa frente aquel danzón sabroso y sobrio (o sea, el danzón) de tacos y gambetas. Para abundar en mi fanatismo, el Electrónica me estaba introduciendo a la lucha de clases pues mi hinchaje se multiplicaba cuando el Electrónica le aplicaba toda su ciencia a algún equipo de blanquiñosos, por ejemplo el muy popular Nike, donde jugaba Chemo y otros representantes del PPC, jugadores que desataban el delirio de las mismas adolescentes que miraban con asco a mis zambos diablos y alzados (pero nunca disforzados).

Es el Barcelona de Guardiola el que ha sacudido el avispero de mis recuerdos de infancia fulbitera. En más de veinte años nunca había vuelto a esperar con verdadero cariño el siguiente partido de ningún equipo. Por lo pronto, no me ha sucedido a menudo con Alianza de quien se supone soy hincha (tal vez si mi papá me hubiese llevado a Matute y no al miraflorino Carmelitas la historia sería distinta). Pero este Barça ha sido otra cosa. Siete títulos en dos temporadas (2008-2010), incluyendo dos Ligas españolas y una Copa de campeones europea. En la temporada 2009-10 se ha llevado la liga con 99 puntos, algo que nunca nadie había conseguido antes y Messi ha hecho tantos goles como solían hacer Ronaldo y Romario en otras épocas felices del Barça. Y las goleadas a rivales de verdad: seis goles al Madrid en el Bernabéu, cuatro al Arsenal, cuatro al Stuttgart, cuatro al Sevilla…

Sin embargo, ya lo dije, este Barça ha sido otra cosa. Que lo haya ganado casi todo es un gran mérito pero no es el más importante. Finalmente, muchos equipos han tenido temporadas que son como una eterna primavera de títulos: El Milán de Sacchi, El Madrid de Michel, Martín Vásquez y Butragueño (la célebre “quinta del buitre”), el Manchester vitalicio de Ferguson, el Boca de Riquelme y Bianchi. Pero al Barça de Guardiola le queda chica la aritmética (por favor que el fútbol no se contagie de esa sucesión insufrible de estadísticas que reina en las transmisiones de béisbol o hockey). El Barça de Guardiola ha resucitado un deporte que parecía lapidado, enterrado en vida por sepultureros de toda laya. Lo ha rescatado de quienes querían que el fútbol fuese asunto de grandotes, de quienes querían medir las virtudes de un futbolista con criterios de declatonista, de quienes creían que una camiseta de fútbol es una acción más en Frankfurt o en Wall Street, lo ha rescatado de las garras de aquellos dirigentes que compran a un jugador por el número de camisetas que el fulano vende en Japón, del internacionalismo mercenario sin límites, del furor por el peinado, el tatuaje y los aritos. El Barça de Guardiola ha sido para el fútbol lo que Obama para la política mundial: cuando creíamos que el requisito principal para ser presidente de los Estados Unidos era no haber leído más libro que la Biblia y no tener más programa de gobierno que sucesivas exoneraciones tributarias para las petroleras, apareció un presidente que no solo lee libros sino que los escribe con fineza y que puso toda su legitimidad en juego por una reforma que, du jour au lendemain, integra a treinta millones de pobres a la salud gratuita. Cuando todo parecía a la deriva, les digo, aparecieron Barack y el Pep. (Y si me permiten seguir con la analogía, debo anotar que Johann Cruyff ha sido al segundo lo que Jeremiah Wright al primero).

Guardiola debió retirarse del fútbol antes de tiempo. El fútbol —un tipo de fútbol— le alcanzó la liquidación, la CTS y lo mandó a freír monos. No había ya sitio para un volante central con un repertorio que iba más allá del obvio verbo “contener”. En una entrevista tras su retiro lo explicó crudamente: “Mi habilidad no ha disminuido. Las tácticas han cambiado, ahora tienes que ser alguien que gana los balones divididos, como Patrick Vieira o Edgar Davids. Si sabes dar pases, es un bonus, pero en la media cancha ahora lo que importa es el juego defensivo. Los jugadores como yo se han extinguido.” Y entonces lo retiraron (además Redondo se lesionó con lo cual un Barça-Real Madrid dejó de ser lo que era). Y el fútbol se volvió correlón; un espectáculo que solo podía gustarle a Puiggrós y a la grey de los apurados. Pero Guardiola se ha desquitado desde la banca del Barça con un equipo que recupera todo aquello que parecía condenado a desaparecer. Mejor dicho, no nos hemos salvado de la extinción, pero este Barça ha sido como si una manada de Osas Panda fuese de pronto inseminada por el espíritu santo en los bosques de bambú del Tibet.

En este Barça emociona, sobre todo, la convicción con que los jugadores tocan la pelota. Nadie se apura, siempre salen jugando, la tienen y la reparten hasta que sea el momento de romper la cadencia con un pase frontal y letal. Y nadie la revienta jamás. Estoy seguro que nunca aceptarían la desesperada orden de “¡olla!, ¡olla!” que suelen vociferar nuestros entrenadores cuando todo está perdido. Ante grito tan primario esgrimirían algún argumento à la Thoreau y desobedecerían civilmente. Incluso Valdés, gran arquero, no la envía a la tribuna jamás y es el verdadero líbero del equipo, arquero-jugador le llamaban en el patio del colegio. Puyol sí la puede reventar (el apellido y el peinado se lo permiten). Pero el resto ha hecho de los pases y paredes una forma de vida. Y al centro de todo —del espacio y del tiempo— manda Xavi.

Si un día se me apareciese un genio del fondo de una botella de tutuma y me pidiese un deseo, le pediría que Xavi fuese peruano (un cuarto de siglo sin un mediocampista de verdad es mucho martirio incluso para un peruano —el Chorri, lector escéptico, era un metedor de golazos, por eso lo queremos, pero no era un metedor de pases que era lo que necesitábamos). Xavi ha regresado a Guardiola (y a Redondo) a la media cancha, pero también los ha reinventado, pues si la busca y la recupera como un seis clásico, al borde del área contraria juega de Bochini (aunque en lugar de pinta de Woody Allen lleve la de de Robert Downey jr.). Y todos juegan a partir de ahí. Los laterales que sin ser espectaculares gracias a los pases de Xavi se convierten en temibles punteros; el hábil y frágil Iniesta que le devuelve todos los balones a Xavi hasta que pega la diagonal cuando los volantes rivales ya están groguis de tanto ida y vuelta; Samuel Eto’o (¡cómo te fuiste!) que le picaba en el momento preciso y, claro, Messi que se tira unos metros atrás para tocarla con Xavi y correr al área a esperar la devolución y meterla sin agobios como si de nada se tratase. Xavi es dueño del tiempo (el otro hijo de Cronos nació en Galapagar pero no hay espacio aquí para hablar de lo suyo).

Y esta forma de jugar se ha vuelto dogma. En la semi-final de la copa de campeones de este año, el Barça necesitaba dar vuelta a un partido que perdía tres a uno frente al Inter de Milán. Aunque era evidente que tocar y tocar el balón esta vez no daría ningún fruto frente al esquema de nueve jugadores atrincherados en campo propio que desplegó Mourinho (y con Cambiasso jugando el partido de su vida), Guardiola y los suyos no renunciaron al toque. Fueron leales a su forma de vida y se fueron derrotados con la weltanschauung intacta. Yo, debo confesarlo, quería que traicionasen aquel esquema. Que tiraran centros, que la lanzaran a la olla, que pusieran a un grandazo para que la meta con el hombro o la canilla, y así ver al Barça en la final de la Champions que había de jugarse en Madrid y así ser campeones de Europa en el Bernabéu que era el premio mayor. Así somos los hinchas, oportunistas, como los electores, que jubilan a sus ideales en el preciso momento en que peligran sus intereses. Aunque también me gusta pensar más laicamente con Javier Cercas que, obsesionada por la lealtad, nuestra civilización ha olvidado que también hace falta una ética de la traición.

Este Barça, de otro lado, nos ha recordado que el fútbol puede tener raíces, que los equipos son de alguna parte. Hubo un tiempo no lejano — que indignaba hasta a Javier Marías, merengue de cuna — en que el Barcelona era un cuadro de holandeses que se completaba con algún brasileño de turno. Y aunque nunca he sentido ningún aprecio por los nacionalismos, no dejaba de sorprenderme que el club de fútbol más identificado con una ciudad y con una cultura en el mundo, que un club nutrido de la simbología anti-franquista se limitase a promover figuras (y entrenadores) del Ajax. Las canteras del Barça (La Masía), entonces, son la otra cara del triunfo de Guardiola y los suyos. Ojo, hablo de las canteras del club, no me refiero a los apellidos catalanes ni a partidas de nacimiento que serían indignas para jugar en un club de fútbol (eso se lo dejamos al Athletic de Bilbao). De Víctor Valdés a Lio Messi, pasando por Puyol y Xavi, Iniesta y Busquets, Bojan, Piqué y Pedro, todos han aprendido a patear pelota al borde del mediterráneo y con la blaugrana flameando. Acaso comience a justificarse aquella divisa pretenciosa del Fútbol Club Barcelona: “Más que un club”.

Y, last but not least, en este Barça no florecen los disfuerzos propios de la época. Felizmente, ni Ronaldinho ni Cristiano Ronaldo son de este Barça, jugadores sin mayor inteligencia para jugar al fútbol, secuestrados por la trencita y el gossip. Poco importa en estos tiempos que no sean inteligentes pues Nike los convierte en ídolos mundiales gracias al malabarismo y el peinadete. En este Barça, en cambio, prima la consideración hacia el público, hacia quienes somos algo más que compradores de llaveros y camisetas. Porque si en muchos países al ciudadano ahora se le llama contribuyente no me sorprendería que a los hinchas ahora nos llamen clientes blaugranas, blanquiazules o bosteros. Y en el Barça, por otra parte, tampoco hay bocones, hasta Lionel Messi que podría serlo por causa de los goles que hace cada tarde, por los cuatro al Arsenal, porque a los 22 años ya está presto para la canonización y porque es argentino (no nos ahorremos la incorrección) no lo es, es un ejemplo de reserva cuando podría ser un perfecto chanta; no pretende la capitanía que le deja a Puyol quien con su pinta de Cromagnon desaliñado es otro ejemplo del fútbol sin disfuerzos, sin portadas en Vanity Fair.

Ahora se viene el Mundial. Maradona busca un equipo que juegue para Messi (Riquelme era Xavi pero qué le vamos a hacer) y Del Bosque busca quien haga de Messi en la selección catalano-española. Pero faltará Guardiola para lograr la cuadratura del círculo. ¿Habrá equipos en el mundial que jueguen con el 4-3-3 de Guardiola? Ojalá. Si su influencia llega hasta ahí, todos seremos culés. Y será materia probada que este Barça ha sido otra cosa.