Revista Poder
Por cuestiones editoriales, escribo esta columna un par de semanas antes de que la revista PODER Enterprise esté en circulación. Hoy, por ejemplo, faltan tres días para las elecciones del 3 de octubre en Brasil (y, claro, también para las municipales y regionales en el Perú). Así, todavía está por verse si Dilma Rousseff —la eficaz candidata del Partido de los Trabajadores— elección en primera vuelta; no sabemos si el excelente José Serra, candidato del partido socialdemócrata y segundo en las encuestas, acortará distancias con aquella y tampoco tengo idea de si Marina Silva, candidata de un nuevo movimiento ecologista, seguirá en ascenso y se convertirá en el batacazo de la elección.
Pero es lo de menos. Lo importante es que aun ignorando los resultados concretos de las elecciones, lo que sí conocemos es la manera en que Brasil seguirá siendo gobernado durante los próximos años. La incertidumbre se limita a las personas que gobernarán el país pero, más allá de algunas diferencias puntuales, ella no asedia el futuro del sistema político y económico.
Confieso la envidia. Gane quien gane, en Brasil la democracia y sus instituciones seguirán profundizándose, el mercado brasileño seguirá compenetrándose con el internacional y los beneficios que esta libertad económica genera seguirán invirtiéndose en los más exitosos programas de ayuda social que existen hoy en América Latina.
El año 2002, cuando el presidente socialista Lula da Silva llegó al poder, Brasil albergaba 136 de las 500 empresas más grandes de América Latina (241 estaban en México). Hoy, al terminar su mandato, 226 están en Brasil y apenas 119 en México. Obviamente, ante semejante flujo de capitales, la pobreza se ha reducido drásticamente pues estas inversiones privadas han generado millones de empleos al mismo tiempo que el Estado, desde los años noventa, ha montado eficientes programas sociales que han sacado de la pobreza a 20 millones de personas. Además, la clase media se ha ensanchado: la población con ingresos medios pasó de 36% a ser más de la mitad de la ciudadanía. Y a todo esto hay que agregar la profundización de instituciones democráticas tradicionales y otras alternativas. Por ejemplo, la conformación de una comisión de la verdad que investigará las violaciones de derechos humanos durante la dictadura entre 1964 y 1984. Así, se combina el crecimiento económico y los beneficios para la empresa privada con reducción de la pobreza y con mejoras para las clases medias y, por si fuera poco, se lo engrana con la intención de hacer justicia frente a los abusos de la época militar. ¡Qué combinación tan estrambótica para nuestro país, donde quienes reclaman por derechos humanos son acusados de “terruquitos” y donde la izquierda vive imprecando cotidianamente contra el neoliberalismo económico!
El desarrollo interno ha venido de la mano de una legitimidad internacional indiscutible. Lula ha utilizado el avión presidencial más que ningún otro presidente brasileño y ha conseguido que Brasil sea el líder de América Latina. Si hasta hace muy pocos años México aspiraba a ser el representante latinoamericano entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, hoy solo Brasil tiene la legitimidad para postular a tal cargo. La importancia de Brasil también se verifica al ser considerado entre los poderes emergentes del mundo, los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India y China), o cuando se embarca en negociaciones directas con Irán respecto de su producción nuclear. Y toda esta política internacional se ha traducido en que Lula le lleve al futbolero pueblo brasileño el Mundial de Fútbol del 2014 y a los cariocas los Juegos Olímpicos del 2016. Lula: el obrero que perdió a su mujer cuando esta daba a luz; el nordestino indigente que debió abandonar la escuela sin concluir la primaria.
Pero la historia no se inicia con Lula. Tal vez el éxito de Brasil contemporáneo comenzó un día de 1992, cuando el sistema político se deshizo del presidente Collor de Mello y su cómplice Paulo Cesar Farías. El día en que derrotaron a los Fujimori y Montesinos “brachicos”. Mientras que en el Perú una década después de latrocinio y medio seguíamos votando por Fujimori, allá no lo dejaron echar el ancla. No permitieron que el canalla sin partido político les robara el país. Y tras un breve período de incertidumbre llegó Fernando Henrique Cardoso —el ex profesor marxista de la Sorbona—, que fue harina de otro costal. Primero como ministro de Economía, con su exitoso plan contra la inflación, y luego como Presidente de la República, al liberalizar la economía y poner en marcha los programas sociales que luego Lula rebautizó, afinó y disfrutó.
La elección del 2010 es un capítulo más del feliz consenso alrededor de la democracia, la libre empresa y el combate contra la desigualdad. La irrefrenable popularidad de Lula es de alguna manera muestra de este consenso. Tanto así que el candidato presidencial de centro-derecha y opositor al gobierno actual, José Serra, ha hecho una publicidad en la que aparece con Lula y donde se dice que ambos son líderes con experiencia. O sea, como si Toledo o Humala decidieran aumentar su popularidad arrejuntándose con Alan.
Algo que no se menciona a menudo respecto de Brasil y su éxito es el impacto que ha tenido sobre su democracia el hecho de contar con élites progresistas o liberales. Vale decir, más allá de si sean de derecha o izquierda, no son mayoritariamente cucufatas. Tomemos el ejemplo de la lucha contra el sida. A finales de los años ochenta, la situación era trágica, la epidemia parecía tragárselo todo y el país enrumbaba hacia lo que hoy son muchos territorios de África donde uno de cada tres habitantes está infectado con el virus. Sin embargo, Brasil logró superar la amenaza y convertirse en un ejemplo mundial. José Serra, hoy candidato a la presidencia, jugó un papel central desde el Ministerio de Salud durante los años noventa al enfrentar a las grandes farmacéuticas y establecer la venta de medicamentos genéricos, reducir los costos del tratamiento del sida y establecer una agresiva campaña de educación sexual y de distribución casi ilimitada de condones en el país entero. Todo esto apoyado por una élite artística desprejuiciada, dispuesta a despercudir al país de telarañas conservadoras. Estrellas de la televisión y cantantes tan populares como Daniela Mercury popularizaron y difundieron el uso de la “camisinha”, y Cazuza (el mítico cantante de Barão Vermelho), ya infectado de sida, no dejó de aparecer en público hasta poco antes de su muerte, para alertar sobre la enfermedad.
Ahora bien, Brasil es todavía un país con una pobreza urbana espeluznante, infestado de drogas, violencia y corrupción a todo nivel. La miseria urbana del nordeste brasileño es lo más parecido que he visto en mi vida a aquella profecía apocalíptica de Dylan donde “people are many and their hands are all empty, where hunger is ugly, where black is the color, and none is the number”. Sin embargo, lo que queda por hacer no basta para reconocer lo ganado. Y más desde un país como el Perú, donde la élite política es tan limitada y cucufata; donde los principales candidatos a la Presidencia de la República son atrevidamente ignorantes. Un país donde el sistema político y económico sigue dependiendo enteramente de los individuos que elegimos cada a cinco años.
En varios países de América Latina se habla hoy con admiración del modelo peruano de desarrollo económico. A pesar de todos sus problemas, a mí me gusta el modelo brasileño de desarrollo político. Partidos, élites, izquierda festiva y derecha lúcida. Si tan solo la Transoceánica pudiera servir para intercambiar algo más que mercaderías. Si tan solo pudiera traernos algo de esa alegría democrática y así darle la razón a Charly García cuando cantaba que “la alegría no es solo brasilera”.