Si el régimen político no es de izquierda, no es democrático (o el blues de los intocables)

Diario La República

Let’s sing another song, boys,
this one has grown old and bitter.

Leonard Cohen

Durante las últimas semanas, la página editorial de este periódico ha sido tribuna de un enconado debate entre varios de sus columnistas. Los involucrados han sido Alberto Adrianzén y Nicolás Lynch, en una esquina y, en la de enfrente, Martín Tanaka. El origen de la discusión está en los artículos de este último criticando moderadamente los libros que recientemente publicaron Lynch y Adrianzén. Pero las respuestas han sido agrias. Nicolás Lynch trató a Tanaka de “malagua” y le achacó una “epistemología de supermercado”. Adrianzén, menos fosforito, le increpó ser un defensor del orden social prevaleciente.

¿A qué se debe la vehemencia en las respuestas de Lynch y Adrianzén? Aunque son varios los temas que animan este debate, quisiera detenerme en dos aspectos especialmente pertinentes.

Primer punto: ¿el régimen democrático debe ser de izquierda? La pregunta puede sonar absurda pero no lo es ya que en los escritos de Lynch y Adrianzén tal ecuación es siempre sugerida. Permanentemente, mencionan que “Toledo frustra la transición” (Lynch, 9 de febrero). La frustración, desde luego, proviene de haber mantenido el régimen económico neoliberal. Debemos asumir, entonces, que para ellos en el Perú carecemos de una democracia ya que una transición frustrada, por definición, es una que no desembocó en el régimen democrático.

El argumento parece ser la versión contemporánea de uno que la izquierda solía utilizar en los ochenta. El movimiento popular y movilizado que había derrocado a la dictadura de Morales Bermúdez no encontró un espacio en el juego de las instituciones democráticas que se abrieron con la Asamblea Constituyente de 1978. Lo que se recuperó fueron “solamente” las dimensiones políticas de la ciudadanía (básicamente el derecho al voto) pero se dejaron de lado las dimensiones sociales y económicas. Así fue que Lynch bautizó a aquella transición como “conservadora” (Ver “La transición conservadora. Movimiento social y democracia en el Perú 1975-1978”. Lima, Ediciones El zorro de abajo, 1992). Tal era el desagrado con la institucionalidad surgida de aquella transición que la representación izquierdista en la Asamblea Constituyente (¡un tercio!) se negó a suscribir la Constitución de 1979. Y posteriormente, de 1980 a 1985, solo tuvo palabras de desprecio para el gobierno de Acción Popular. Es por lo menos curioso que varios ex militantes de aquella izquierda hoy echen de menos la constitución que negaron y se deshagan en mimos nostálgicos hacia Valentín Paniagua, prominente líder de aquel gobierno que solo supieron insultar.

En fin, el argumento está de vuelta treinta años después: los ocho meses en que Valentín Paniagua fue presidente contenían el germen de una refundación republicana en la que no solo cambiaría el régimen político sino el modelo económico neoliberal (inseparable de la dictadura fujimorista). Para avalar esta idea, Adrianzén (13 de febrero) cita unas frases de Paniagua en que, efectivamente, don Valentín alude a una refundación republicana… ¡pero nunca alude a deshacerse del modelo económico neoliberal! Debo confesar que me perpleja este trapicheo con el recuerdo de Paniagua. Según Adrianzén, “las ideas de Paniagua, en cierta forma, eran cercanas a las que se viven actualmente en los países andinos”. ¿Perdón? Paniagua, que estudió y defendió toda su vida el constitucionalismo y el imperio de la ley contra el militarismo y el caudillismo, ¿estaría entusiasmado con caudillos plebiscitarios que cambian las constituciones como les da la gana para perpetuarse en el poder?

Y luego llegan las “traiciones”. Según Lynch y Adrianzén, Toledo se burló del electorado pues olvidó sus promesas electorales del 2001. A ver, Toledo nunca fue ni nacionalista ni socialista. La idea de un Toledo traidor no tiene pies ni cabeza. Aquí les va una pista: Mario Vargas Llosa apoyó su candidatura el 2001. ¿De dónde sacaron, entonces, las esperanzas de que Toledo fuese un Humala avant la lettre? Más bien, creo que Tanaka tiene razón cuando afirma que estos intelectuales se han ido radicalizando en los últimos años, alejándose de posiciones socialdemócratas para terminar de groupies de un caudillo nacionalista. Y luego aparece la traición de García. Según Lynch (6 de febrero), García candidato había utilizado una retórica inflamada contra el TLC y finalmente traicionó ese discurso al moderarse y dar luz verde a dicho tratado. Pero esto es incorrecto. Quien se opuso abiertamente fue Humala. García, cínica y hábilmente, puso montones de reparos al TLC sin dejar en claro si lo firmaría o rechazaría. De hecho, esta fue una de las sinuosas estrategias por las cuales terminó estando a la derecha de Humala (que lo rechazaba tajantemente) y a la izquierda de Lourdes Flores (que lo aceptaba sin reservas), consiguiendo así avanzar a la segunda vuelta.

El problema, entonces, no son las traiciones, sino los sueños transicionales. Durante las transiciones nuestros intelectuales orgánicos suelen imaginar el advenimiento de un movimiento “plebeyo” que tomará el Estado y luego, ¡zas!, se despiertan con el baldazo de agua fría de las elecciones. En lugar de cargar las tintas contra el régimen político (contra las reglas del juego democrático), sería más justo que dediquen ese esfuerzo a analizar por qué sus opciones preferidas –a pesar de la enorme cantidad de votos recibidos el 2006 tanto en la presidencial como en el congreso—, no han logrado consolidar una agenda o un partido. En resumen, si Toledo o García hubiesen gobernado como Adrianzén y Lynch fantaseaban, el régimen político sería democrático. O sea, para ellos el carácter democrático del régimen no proviene de la sucesión de elecciones limpias y justas, sino de las políticas públicas que los gobernantes deberían haber puesto en marcha.

Segundo punto. La objetividad y el activismo del científico social. Aquí quien ha lanzado la frase clave es Nelson Manrique: Tú también tienes ideología, le ha dicho a Tanaka. Y todos han secundado esta idea de que la crítica se realiza desde alguna posición política y, por lo tanto, no se debe ir por la vida pretendiendo la “objetividad”. Pero digamos lo evidente: los libros y los artículos pueden ser deficientes o logrados, mejores o peores, independientemente de la orientación política que ellos o sus autores tengan. La posibilidad de verificar ciertos niveles de calidad objetivos es lo que permite que la academia y el debate de ideas sobrevivan. Los libros de Manrique son estupendos porque cumplen con estos estándares y no porque sean de izquierda.

¿Cuál es la utilidad de exigir a quienes reseñan libros que anuncien en qué equipo político juegan? Peor aún, ¿por qué asumir que todos juegan en algún proyecto político? Yo le veo una intención muy clara. Es la vía por la cual todos los argumentos valen lo mismo, todos los libros terminan reducidos a ser expresión de una ideología, todos serían expresión de unos “intereses” particulares. Se instaura el relativismo más nocivo para el conocimiento pues nadie tendría ideas o hallazgos originales sino apenas reflejos de una agenda política implícita o explícita ¿Y a quién favorecería todo este relativismo? A quienes escriben libros deficientes.

Enlace del artículo

Respuestas a este texto:

El debate sobre la objetividad y «el argumento del muñeco de paja»

Autor: Gonzalo Gamio

El debate sobre el compromiso de los intelectuales y la objetividad de las ciencias sociales ha sido llevado con cierto nivel de crispación, pese a su enorme valor conceptual. Me da la impresión de que incluso ha sido percibido por un conflicto de “bandos”: Lynch / Adrianzén / Manrique “versus” Tanaka / Dargent / Vergara. No sólo “situados” versus “objetivistas”, sino incluso “izquierdistas” versus “técnicos (supuestamente condescendientes con el status quo”[1]). Creo que – pese a su relevancia teórica – este debate padece más de una confusión, y algún defecto de principio. Uno de ellos es el ‘olvido de la epistemología’ que aparece con suma claridad en el texto de Dargent: la ‘objetividad de las ciencias sociales’ no se tematiza, desciende a nivel de presuposición (¿”ideológica”?). Me ha causado bastante gracia que el Sr. Wagner Reyes me asocie extrañamente al clan de los “militantes subjetivistas”, por mis reflexiones sobre la CVR; su crítica está bastante desorientada y no cuenta con ningún asidero, ni textual ni argumentativo. No pertenezco a ninguno de estos “bandos” en esta polémica sobre las CCSS, nada más lejos de mis preocupaciones, específicamente conceptuales; en lo que a mí respecta, este debate es de interés fundamentalmente académico. Espero lograr mostrar que mi posición presenta otros matices, y tiene el único propósito de poner de manifiesto las cuestiones filosóficas que están a la base de esta polémica y que corren el riesgo de permanecer invisibles, para mal del asunto que se discute.

Alberto Vergara ha publicado en el Suplemento Domingo de La República un texto bastante duro (y muy bien escrito), titulado Si el régimen político no es de izquierda, no es democrático (o el blues de los intocables). Suena simpático lo del “blues de los intocables” – y muy agudo y rortiano el epígrafe de Leonard Cohen -, pero pasemos a los argumentos, que son lo que de veras importa en un debate. Quiero mostrar que Vergara refuerza la tesis de Dargent vinculada al tema político, pero insiste en el descuido del plano epistemológico y cae en lugares comunes que entrañan prejuicios teóricos de cierta gravedad.

Debo decir que – en el plano político – estoy de acuerdo con Dargent y Vergara: creo que tienen razón ambos al cuestionar la hipótesis compartida por Lynch y Adrianzén, de que la agenda de la transición implicaba el rechazo o la modificación del modelo económico y el cambio de rumbo hacia un modelo izquierdista democrático (véase el ácido artículo de Nicolás Lynch publicado hoy). Lynch y Adrianzén sostienen que Toledo y García traicionaron la transición al mantener la economía nacional en el curso capitalista. Lo cierto es que Toledo nunca se comprometió a cambiar el modelo, y García…bueno, a García ya lo conocemos como un consumado cultor local de la racionalidad estretègica y las alianzas ad hoc. Dargent y Vergara hacen bien en criticar esa deficiente identificación entre ‘democracia’ y ‘agenda de la izquierda (¡y del nacionalismo!)’. Agrego que yo también lamento la adhesión – a mi juicio un tanto precipitada – de estos importantes intelectuales al proyecto de Humala (que no me parece en absoluto “izquierdista”). Sólo introduciría un ligero matiz a su argumento sobre el “sueño transicional”: Toledo sí se comprometió a mantener el curso de la política interna en el cauce transicional en el ámbito político, especialmente en materia del fortalecimiento del sistema anticorrupción y de seguimiento de las recomendaciones de la CVR; sin embargo, bajo su gobierno se debilitaron considerablemente estos dos aspectos de la agenda constituida en el gobierno de Valentín Paniagua, que apuntaban – en palabras del fallecido ex presidente – a una ‘Refundación de la República’. Definitivamente, el gobierno de García se ha esforzado por desactivar lo que quedaba de esta agenda.

Mis reparos van por el nivel de la epistemología (implícita en ambos autores). Ni Dargent ni Vergara se confiesan ‘positivistas’ – si es el caso de Martín Tanaka -; sin embargo, sí se pronuncian a favor de la “objetividad” y de la “neutralidad”, conceptos que habría de empezar por definir. Considero que Dargent asume este programa de manera más moderada. No obstante, es en este punto en el que Vergara carga las tintas, y creo que se equivoca.

Vergara busca desenmascarar a los críticos de la objetividad en la ciencia social. Lo primero que hace es señalar que se hace necesario reconocer criterios no ideológicos para juzgar la calidad de los libros y las investigaciones:

“Aquí quien ha lanzado la frase clave es Nelson Manrique: Tú también tienes ideología, le ha dicho a Tanaka. Y todos han secundado esta idea de que la crítica se realiza desde alguna posición política y, por lo tanto, no se debe ir por la vida pretendiendo la “objetividad”. Pero digamos lo evidente: los libros y los artículos pueden ser deficientes o logrados, mejores o peores, independientemente de la orientación política que ellos o sus autores tengan. La posibilidad de verificar ciertos niveles de calidad objetivos es lo que permite que la academia y el debate de ideas sobrevivan. Los libros de Manrique son estupendos porque cumplen con estos estándares y no porque sean de izquierda.”

Tiene toda la razón en este punto (¿Quién podría objetarlo?). Existen ciertamente criterios universales para evaluar la excelencia en la investigación (consistencia lógica, rigor argumentativo, solidez en el manejo de fuentes empíricas y bibliográficas, originalidad, etc.). Ciertamente, nada de eso está condicionado directamente por intereses ideológicos o por proyectos políticos partidarios. Sin embargo, el texto desliza la hipótesis de que sus rivales (Lynch, Adrianzén, etc.) tienden a valorar un texto como de calidad en tanto converge con sus esquemas ideológico-políticos, es decir, si cumple con los requisitos de la “ortodoxia”. Una acusación desmesurada, evidentemente retórica, y probablemente injusta.

Es importante recordar que una cosa son los criterios de evaluación de los textos, y otra la noción de «neutralidad» y el concepto de «objetividad» a los que apela la ciencia social para explicar los fenómenos que son de su competencia. Examinemos el ‘remate’ del texto:

“¿Cuál es la utilidad de exigir a quienes reseñan libros que anuncien en qué equipo político juegan? Peor aún, ¿por qué asumir que todos juegan en algún proyecto político? Yo le veo una intención muy clara. Es la vía por la cual todos los argumentos valen lo mismo, todos los libros terminan reducidos a ser expresión de una ideología, todos serían expresión de unos “intereses” particulares. Se instaura el relativismo más nocivo para el conocimiento pues nadie tendría ideas o hallazgos originales sino apenas reflejos de una agenda política implícita o explícita ¿Y a quién favorecería todo este relativismo? A quienes escriben libros deficientes”.

Aquí encuentro el lado más débil del texto. Dejemos de lado la última frase (que me parece un golpe un tanto «bajo» – innecesario – contra Lynch y Adrianzén; quizá Vergara cedió a la tentación de responder ácidamente a las agrias críticas de ambos autores al modelo de la objetividad politológica). Tendría que decir dos cosas al respecto. A.- Creo que Vergara simplifica gravemente un escenario teórico mucho más rico. Parece sugerir que, o uno investiga «objetivamente» (esto es, libre del yugo de las ideologías) o uno, en el otro extremo, escribe /juzga «jugando en algún proyecto político», sacrificando el contenido del trabajo científico. Le doy la razón al defender la posibilidad de una actividad intelectual no necesariamente involucrada con un programa ideológico partidario, pero nuevamente constatamos aquí el uso impreciso del concepto de ideología. Una cosa es afirmar que todo desarrollo del pensamiento y el conocimiento está conectado con un trasfondo de categorías, experiencias, inquietudes, presuposiciones, creencias, y también intereses, e ideales (políticos y de diverso tipo), y otra muy distinta sostener que los intereses ideológicos determinan y “explican” desarrollo del pensamiento y del conocimiento. Ese determinismo craso es absurdo, y ningún investigador social con dos dedos de frente podría suscribirlo. Nuevamente, el crítico se beneficia con la peligrosa ambigüedad del término “ideología”. La mayoría de los objetores al modelo de la objetividad en este debate (p.e., claramente en Manrique) han recurrido al primer uso (una versión digamos «hermenéutica», aunque algo imprecisa), pero Vergara interpreta estas objeciones como inspiradas en el segundo (el determinista, común en los textos de divulgación marxista).

Hay que señalar que esta indeterminación y este doble juego aplicados en el uso de «ideología» no sólo están presentes en la nota de Vergara, sino en las propias interpretaciones de Lynch y de Adrianzén.

Pero allí no acaba la historia. B.- Vergara introduce el tema del “relativismo” como quien saca un as bajo la manga. Por siglos, los partidarios de diversas formas de “objetivismo” – los cientificistas, pero también los fundamentalistas religiosos, los neotomistas, los marxistas ortodoxos, etc. – se buscan un “relativista” para “refutarlo” y así reforzar retóricamente su molde de objetividad o de verdad: “si no creemos esto caemos en el relativismo”, que sugiere que “toda posición es igualmente válida”. Sin embargo, como he intentado demostrar en otro lugar[2], el “relativismo” es una posición ficticia, que nadie asume realmente, ni siquiera Protágoras. Es un muñeco de paja que construimos para caricaturizar groseramente al rival, refutarlo en dos o tres movimientos simples, y reforzar nuestra posición.

De hecho, de la tesis según la cual “todas las investigaciones están conectadas con alguna visión ideológica” (se trata de una afirmación controversial, asumámosla hipotéticamente a pesar de que no convence) no se sigue que “todos los argumentos valen lo mismo”. Podemos imaginar muchas pautas que nos podrían permitir examinar “ideologías” y distinguir entre las que pueden ser más o menos plausibles y las que son disparatadas o delirantes (consistencia interna, efectos prácticos, correlación con la experiencia, plausibilidad de su modelo político y económico, tratamiento de los individuos y de los grupos, etc.). Asimismo, el llamado Principio de lucidez apunta en esa dirección. Sería absurdo concluir que “todas las ideologías políticas valen lo mismo”. Vergara ha construido un adversario a la medida de sus críticas.

El vínculo pensamiento / “ideología” no implica la inexistencia de “ideas o hallazgos originales”, o que las ideas y hallazgos sean “apenas reflejos de una agenda política implícita o explícita”. Nuevamente, Vergara se apresura a hacer conclusiones catastróficas de manera gratuita. Sin embargo, esa estrategia resulta vana y artificiosa si lo que se busca es fortalecer la “confianza en la objetividad” (que, en este caso, se revela inevitablemente dogmática). Si se trata de combatir la “sobreideologización” –sin duda, un combate importante e interesante – necesitamos algo más que exceso de retórica.

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