Revista Poder
En las últimas semanas me he cruzado con dos formas particulares de la vida política peruana. Husmeando en el registro de organizaciones políticas que aparece en la página web del Jurado Nacional de Elecciones, caí sobre la inscripción del Partido Fonavista del Perú. Muchos de quienes aportaron durante años al Fondo Nacional de Vivienda (Fonavi) se han organizado e inscrito como partido político. Su objetivo –me crea o no– es convertir en política de Estado los principios del fonavismo. Su reivindicación primera es desarrollar la democracia directa en el Perú. En resumen y para no andarnos con rodeos: quieren un referéndum para que el Estado les devuelva lo que aportaron durante décadas y que nadie sabe dónde está.
Apenas unos días antes de este descubrimiento, visité el museo de la lucha antiterrorista que mantiene la Dirección Nacional contra el Terrorismo (Dincote). Cerrado al público pero accesible para investigadores y académicos, la visita es perturbadora y al mismo tiempo imprescindible. Los objetos que componen la muestra son de muy diverso tipo: cartas al líder de Sendero Luminoso, las gafas de Augusta La Torre (o camarada Nora, la segunda de Sendero Luminoso hasta su muerte), el sillón donde Abimael fue capturado y desde el cual sermonea a Ketín Vidal en el video de su detención, entre otros. Pero más allá del fetichismo de los objetos, lo más impactante son las paredes cubiertas con banderas, telares, acuarelas o retablos que loan al “Presidente Gonzalo”. Y, de otro lado, su biblioteca.
La artesanía senderista muestra toda la fuerza de la doctrina y del iluminado. La fortaleza de Guzmán, en estas representaciones, era haber resuelto todos los misterios de la vida y extirpado la duda del universo, para que los correligionarios se entregasen a la verdad revolucionaria sin reparos. En toda esta artesanía, Guzmán es retratado como un maestro, con un libro en la mano o empuñando una bandera, dando charlas en el aula o al aire libre. Jamás porta un arma. No en vano los senderistas lo llamaban “pensamiento guía”: lo suyo era señalar el camino de la lucha armada (¿el sendero luminoso?) y teorizar las condiciones revolucionarias. Y la biblioteca confirma que, más allá de su representación magnificada y de la sangriente lucha en la que embarcó a miles de peruanos, su oficio era, efectivamente, el de profesor. Con esto no intento victimizarlo ni, menos aún, disminuirle su calidad de criminal mayor. Hago alusión a su oficio.
Ahora bien, Guzmán no es el único que ensambla al político y al profesor en la historia política peruana. En más de una ocasión, los peruanos han mostrado su interés por contar no solo con líderes políticos, sino con maestros. José Carlos Mariátegui publicaba en los años veinte una revista que tenía por título el que sería por siempre su apelativo: Amauta (‘maestro sabio’, en quechua). Cuando Víctor Raúl Haya de la Torre hizo su testamento en 1977, se autodefinió como profesor. Y eso ha sido para los apristas: un docente antes que nada. Aunque menos mitológico, Fernando Belaunde Terry venía de los claustros universitarios cuando irrumpió en la política nacional en los años cincuenta; sus primeros seguidores fueron sus estudiantes, y sus discursos nunca dejaron de tener ese aire profesoral que le dio grandes réditos.
Sin embargo, con el tiempo esta imagen del político-maestro se ha desvanecido hasta llegar, casi diríamos, al político analfabeto. ¿Por qué el éxito de estos políticos docentes durante nuestra historia y su posterior extinción?
El político-maestro era hijo del siglo XX. Solo un intelectual podía descifrar y luego divulgar la verdad encontrada. Y el espacio natural para este ejercicio era el claustro universitario. La competencia política se daba entre doctrinas comprehensivas, ideas quese atribuían la capacidad de ordenar cada detalle de la vida nacional (e internacional, después de todo). Tal es la condición común de los políticos que hemos nombrado en los párrafos anteriores (y a los cuales podríamos agregar la figura Cornejo Chávez y el pensamiento socialcristiano). La legitimidad de sus propuestas políticas provenía de la teoría. Y su divulgación –¿quién más podría hacerlo?– debía estar a cargo de un maestro, tiza en una mano y libro revelador en la otra. Es por eso que Fernando Belaunde y su libro El Perú como doctrina (que fungía de ideología en Acción Popular) eran menospreciados por la clase política nacional. No era suficientemente duro y abstracto. (¿Tal vez por eso ganaba elecciones?).
Pero este principio por el cual las grandes doctrinas debían ordenar la sociedad se fue debilitando. Y mientras el principio se debilitaba, envejecieron y murieron quienes lo encarnaban: los políticos-maestros. En el caso peruano, Fujimori cerró esta época de manera paradójica. Fujimori venía del mundo universitario. Había sido profesor y rector de la Universidad Agraria, además de Presidente de la Asamblea Nacional de Rectores del Perú. Sin embargo, aunque mantenía el oficio había perdido el beneficio. Fujimori ya no era un supremo intérprete, era un técnico. El cambio es más que revelador. Su vinculación a la universidad ya no es por la vía de las facultades de Humanidades o de Ciencias Sociales sino por la de Ingeniería. Es el último profesor. Sepultado y sepulturero.
Fujimori fue, entonces, bisagra entre aquel período en el que reinaba el político-maestro y este actual en el que campea el político administrador, centinela presupuestario, obsesionado por el debe y el haber. ¿Y Alan?, se pregunta mi lector. Aunque quiere mantener un pie en la era del político-maestro (de ahí que a cada tanto publique algún libro), su universo ha pasado a ser el del administrador. Como ha apuntado Mirko Lauer, el García de hoy parece necesitar de un escribidor que ponga color en sus aburridos discursos, centrados, como suelen estar, en la calidad del gasto estatal. Ese es el supremo criterio con el cual evalúa lo bueno y lo malo. Y tan pedestre criterio no podría ser el de un político-maestro. Entonces, desde hace más de una década asistimos a la total ausencia del político-maestro. Para bien y para mal. Su ausencia es, en definitiva, reflejo de la desaparición de las grandes doctrinas. Sin grandes doctrinas que explicar, el político-maestro ya no es necesario.
Pero la presencia de los fonavistas como partido político agrega un eslabón a esta trayectoria nacional. Son, seguramente, el primer single-issue party del país. Este tipo de partidos con reivindicación única es un fenómeno difundido en el mundo. El partido de los pensionistas y retirados polacos ha tenido su cuarto de hora, el partido de los animales ha conseguido unos cuantos representantes en el Parlamento danés, y tampoco les va mal a los partidos que revindican el uso de una lengua (por ejemplo, los partidos rusó fonos en los países bálticos). Se caracterizan por ser intransigentes, no tienen interés en ganar elecciones, sino en avanzar sus peones, y aspiran a ser necesarios y jamás suficientes. Frente al debilitamiento de grandes ideologías que ordenen toda la comunidad, estos partidos responden a sociedades donde aparecen intereses puntuales. Son el reflejo partidario de la jubilación del absoluto. En estricto, se parecen más a un sindicato que a un partido.
Entonces, para terminar, tengo la impresión de que en la última semana me he cruzado con los dos extremos de una larga trayectoria histórica. Del político-maestro más extremo al partido de reivindicación más puntual. De la doctrina más cerrada y abarcadora al pliego único de reclamos. No en vano una de las organizaciones está en un museo y la otra inscrita en el Jurado Nacional de Elecciones. Otra época.
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