Revista Poder
En la triste noche del “baguazo”, Rosa María Palacios entrevista a Mercedes Cabanillas. Su primera pregunta es la única posible: ¿Cómo se explica una operación policial tan fallida? Meche (Bloody Meche, según Mario Ghibellini) no reflexiona un segundo y, flanqueada por policías más bien escasos de ideas –y peor aun, de información–, responde con cara de “aquí no ha pasado nada”: ¿Cuál “fallida”, si hemos recuperado la carretera? Quedo alucinado con la respuesta. A la mañana siguiente oigo en RPP a varios congresistas debatiendo sobre la misma cuestión. Aurelio Pastor, parlamentario aprista, se defiende con los argumentos de la confabulación universal antiperuana y, hacia el final de la entrevista, le espeta al congresista Javier Bedoya que al criticar al gobierno le está haciendo el juego al extremismo, que se opone al progreso y otras tantas frases que me dejan perplejo una vez más. ¿A qué extremo ha llegado el gobierno para que Rosa María Palacios y Javier Bedoya aparezcan como personajes incendiarios? ¿No es acaso esto un indicador de la soledad gubernamental?
Tengo la impresión de que la torpeza exhibida por el gobierno frente al levantamiento del oriente está vinculada a un error inicial en el diagnóstico del régimen político peruano: García creyó que el país podía gobernarse en tiempos democráticos con una coalición propia de tiempos autoritarios.
Fujimori perpetró su famoso autogolpe en 1992, cuando cayó en la cuenta de que su alta popularidad y la crisis senderista le permitían prescindir de las instituciones democráticas. Sin partido político, Fujimori parecía aquel personaje de Almodóvar que decía ir por la vida como vaca sin cencerro. Perdidazo. No sabía qué diablos hacer con los fallos del Tribunal de Garantías Constitucionales, no sabía lidiar con un congreso bicameral cuyo funcionamiento desconocía y tampoco sabía bregar con gobiernos regionales opositores. Y entonces los mandó a disolver a todos y estableció una coalición de gobierno que esquivaba a las instituciones (incluso a las de su Constitución de 1993). La nueva coalición de gobierno se asentó en la gran popularidad de Fujimori (permanentemente reforzada con asistencialismo), en los militares alrededor de Montesinos y en el gran empresariado. Esas fueron las tres patas de su coalición de gobierno…, ninguna de ellas vinculada al universo de las instituciones democráticas.
Tal coalición de gobierno era posible porque todos estos sectores eran conscientes del carácter autoritario del régimen. Aunque tal carácter se disimulaba con las pantomimas propias de los “autoritarismos con elecciones” del mundo contemporáneo, lo real es que las instituciones democráticas eran permanentemente pasadas por alto y/o maniatadas. De esta manera, el gobierno y su coalición podían prescindir del cotidiano y tedioso oficio de construir alianzas parlamentarias; tampoco debían asociarse con autoridades del interior del país pues habían ultimado a los gobiernos regionales y habían quebrado el espinazo de la autonomía municipal; y mucho menos debían enfrentar la complicada labor de construir alianzas con organizaciones sociales. ¿Por qué era posible para el gobierno de Fujimori evitar las naturales avenidas del toma y daca democrático? Porque –discúlpenme la obviedad– aquel no era un régimen democrático. Montesinos solucionaba los problemas de la esfera institucional (el Poder Judicial y el Congreso respiraban al ritmo de su beeper) y “abajo” los problemas se resolvían con el abrazo del oso asistencialista del Ministerio de la Presidencia y sus dependencias (especialmente Foncodes).
Desde el inicio de su gobierno, García quiso emular la coalición que daba vida al régimen fujimorista. Entusiasmado con el voto de la derecha en la segunda vuelta del 2006 y seducido por su popularidad entre los grandes empresarios, decidió forjar una alianza cerrada con ellos. La Confiep pasó a ser un think tank gubernamental que propone políticas y veta ministros, y varias de las cabezas empresariales del Perú obtuvieron puestos públicos. Por ejemplo, Julio Favre fue encargado de reconstruir Ica –con una gestión más bien lamentable–, Ricardo Vega Llona fue organizador de la reunión de presidentes latinoamericanos y europeos, e Ismael Benavides fue a dar al Ministerio de Agricultura (de paso, los rumores indican que fue este ministro y su equipo quienes prepararon las normas de marras que originaron los levantamientos en la selva). De otro lado, García estrechó la alianza con los militares. La cercanía había debutado al elegir como Primer Vice presidente al vicealmirante Giampietri, y la alianza se hizo palpable en varias situaciones críticas en las que el presidente cerró filas con los intereses castrenses. Tales han sido las patas de su coalición de gobierno. Al partido aprista le tocó poco. Algunos ministerios. Su labor principal es seguir unido en el Parlamento, aunque tal tarea pareciera poder cumplirla cualquier otro grupo de treinta y pocos fieles (apristas o no).
En términos de alianzas, en el Congreso el gobierno se ha conformado con los votos precarios y alquilados de UPP, sumados a los que puede subarrendar a cada tanto del fujimorismo o de Unidad Nacional; la relación con los gobiernos regionales fue congelada y, en la arena social, el gobierno tampoco se acercó a distintas fuerzas que puedan, sumadas al APRA, darle presencia política. Y así García se fue quedando solo, pero convencido de estar haciendo lo correcto (la retórica perruna), rodeado de militares y empresarios (los amores perros), mientras el mundo de la política (perrea, papi, perrea) se descomponía en sordina.
Lo que quiero decir es que las fichas del casino autoritario no valen lo mismo en el casino democrático. Y García es un presidente democrático y juega con las reglas de la democracia. A Fujimori la coalición con empresarios y militares le resultó eficiente para mantenerse en el poder porque la coalición entera descansaba sobre las premisas de la dictadura. García, en cambio, debe lidiar con instituciones democráticas y con fuerzas sociales que se expresan con libertad, y tal situación implica tener estrategias políticas que respondan al contexto democrático. A diferencia de Fujimori, García no puede desentenderse de la arena institucional y de confrontación de la política. Y en ambas dimensiones necesita a su partido. Fujimori y Toledo carecían de partido, pero se supone que García sí lo tiene. ¿Por qué no lo acerca a otras fuerzas “de abajo”? Cuando fue candidato cayó en la cuenta de que necesitaba del “frente social”, ¿por qué se desprendió de tal idea al llegar al poder? Pactar políticas sociales o establecer alianzas distintas de las que han prevalecido hasta hoy, no implica renunciar al libre mercado ni al progreso, ni tampoco emprender el “camino de servidumbre” que sabiamente denunció Hayek. Lula ha logrado esa combinación en Brasil. ¿Por qué García no quiere ser Lula? De momento, porque Lula ha decidido ser pragmático y García ha decidido ser un predicador. Y así le va a cada cual.
La mejor imagen para entender lo sucedido con García acaso provenga de su primer gobierno. La estatización de la banca fue una medida autoritaria, iba contra el ordenamiento legal y era empujada con tanquetas. Sin embargo, el arrebato fue neutralizado con recursos del régimen democrático: una acción de amparo y gente en las calles. Y ganó quien usó los activos propios del tablero donde se jugaba el juego político en ese momento. En la coyuntura de hoy, nuevamente, las pretensiones autoritarias de García son detenidas con activos de la democracia: inconstitucionalidad de las normas (es consenso que se debió consultar a las poblaciones amazónicas en virtud del Convenio 169 de la OIT) y movilizaciones sociales. Ojalá García caiga en la cuenta de que tanto su coalición como los mecanismos de gobierno deben ser renovados. En su primer mandato, cuando el joven presidente se sintió acechado por la crisis, optó por la confrontación, luego perdió su apuesta y finalmente nos dejó en manos de un Fujimori. ¡Por los clavos de Cristo que la historia no se repita!
(*) La columna fue entregada antes del nombramiento del nuevo Primer Ministro.
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