¿Es distinto el Perú del fútbol peruano?

Revista Poder

En el número de abril de esta revista, Hugo Santa María publicó un artículo donde comparó los desastrosos resultados de la selección peruana de fútbol con aquellos de la economía nacional. Tras el contraste concluyó: “El Perú no es el fútbol peruano. A diferencia del fútbol, en la economía finalmente las cosas han comenzado a salir mejor”. Capté el punto y fui persuadido por un momento. Pero la persuasión duró poco, pues si abandonamos los linderos de la economía pura y dura, la analogía pierde fuerza. Más bien, si migramos hacia una perspectiva que conjuga economía, política y sociedad, el resultado es inverso: el Perú sí es como el fútbol peruano.

A fines de los ochenta, el fútbol peruano y la sociedad peruana tocaron fondo. Impedido de reelegirse, García esperaba el fin de su gobierno para trasladarle el fardo inflacionario y subversivo a cualquier otro (que no fuera Vargas Llosa, se entiende). Del lado futbolero, en las eliminatorias para el mundial de Italia 90 no conseguimos un solo punto, perdimos con Bolivia de locales y terminamos últimos. En los noventa, el fútbol salió del colapso gracias a ciertas reformas importantes (se terminó con aquellos incomprensibles campeona tos nacionales con más de 40 equipos) y, sobre todo, mejoró gracias a la inversión privada (en particular con el ingreso de la televisión y de Telefónica).

Con aquel boom económico de los noventa, por ejemplo, se construyó la Videna, complejo que permitió que la selección pueda, finalmente, entrenar en canchas propias. A la selección le fue mejor en un par de Copas América, las canchas fueron mejor mantenidas, los clubes contrataron jugadores extranjeros y, finalmente, algo de todo esto se materializó en el subcampeonato de Cristal en la Copa Libertadores de 1997 y en aquella selección de Juan Carlos Oblitas que, con decencia recobrada, peleó –infructuosamente– el pasaje a Francia 98. La resaca de los noventa alcanzó al Cusco, donde, con más sorpresa que planificación, Cienciano se llevó la Copa Sudamericana en el 2003.

Ahora bien, ¿qué ha pasado en los años 2000? El dinero ha seguido llegando, pero los resultados ya no han sido ni siquiera regulares (como lo fueron esporádicamente en los noventa). Tras más de una década de abundancia, no se ha conseguido un fútbol más competitivo, los clubes no se han hecho más robustos y los buenos jugadores siguen siendo escasos. Entonces, ¿por qué tras casi dos décadas de enriquecimiento, el fútbol nacional obtiene los mismos resultados que conseguíamos en el pesadillesco año de 1989? La respuesta está en las instituciones.

En el Perú los clubes de fútbol de primera división son extremadamente débiles y carecen de reglas claras. Acabo de estar en Montevideo, donde el pequeño Defensor Sporting tiene cerca de 7.000 socios con sus cuotas al día. Alianza Lima apenas si llega a 600 socios al día. El problema principal, desde luego, no se reduce al número de socios sino que tiene que ver con la nula vigencia de las reglas y la falta de transparencia en el manejo de los clubes. Por ejemplo, los clubes de fútbol peruanos suelen tener sus cuentas bancarias embargadas, con lo cual el dinero del equipo pasa por las cuentas de sus dirigentes, donde el límite que divide lo propio de lo ajeno es, por así decirlo, de geometría variable. Luego, no es una sorpresa que los pases millonarios no den lugar a mejores clubes pues, en estricto, las transferencias nunca pasaron por ahí. Y también está la política (regada de pisco y butifarra) del fútbol peruano. Es vox populi que Manuel Burga se mantiene en el poder gracias al chantaje de la FIFA y, en el ámbito interno, gracias a sus incondicionales presidentes de las federaciones de fútbol departamentales, a quiénes beneficia con viajes y otras prebendas. En este marco, me dijo un amigo socio de Alianza Lima, los individuos con un prestigio ganado no están dispuestos a embarrarse en el lumpenesco fútbol nacional, donde los pleitos se ganan coimeando fiscales, comprando dirigentes, pagando a policías o intimidando adversarios con barras bravas. Desde esta perspectiva, entonces, no es paradójico que, con las arcas vacías o con las arcas llenas, con jugadores de éxito en Europa y sin ellos, sigamos siendo los últimos de la eliminatoria sudamericana. Porque sin instituciones que establezcan las reglas públicas de qué hacer con la riqueza, esta suele ser botín para los individuos y no una palanca para reproducir dicha riqueza.

El Perú político reproduce varias de estas patologías. No niego que al Perú contemporáneo le está yendo bastante mejor que en décadas anteriores, con un régimen político que combina libertades y crecimiento económico. Mi objetivo aquí es mostrar que la riqueza por sí sola no es suficiente para lanzar vivas y hurras, como suele oírse a menudo. El Perú ya ha conocido episodios de prosperidad efímera, coyunturas favorables que fueron desaprovechadas por caudillos, que fueron descarriladas por intereses de corto plazo y desperdiciadas a través de un Estado destartalado e incapaz de poner orden en el manejo de la riqueza. O sea, ¡como en el fútbol desde hace 20 años! Hay que ser conscientes de esto para que el enriquecimiento presente sea también el del futuro.

Un ejemplo para ilustrar mi punto. Hace un par de semanas leí un artículo (aún no publicado) donde se mostraba que aun cuando el PBI peruano en los últimos años creció más que el de Colombia, Brasil y Chile, nuestro país consiguió resultados menos importantes que los de aquellos países en términos de indicadores sociales (educación y salud) y, también, ha sido menos efectivo en reducir la pobreza. En dos palabras: nuestra bonanza podría haber sido mejor utilizada. Y sospecho que no fue mejor utilizada porque abundan sindicatos reacios a las evaluaciones, presupuestos mal diseñados, políticos seducidos por el corto plazo, una informalidad que burla el brazo de la recaudación, dependencias estatales que duplican las funciones de otras, intermediarios manilargos, partidos que no median el malestar ciudadano, ministerios sociales sin cuadros técnicos, un Estado con sistemas de información insuficientes, regiones que son departamentos y departamentos que son regiones (que la costumbre no nos haga olvidar cuán absurda es esta superposición), un Poder Judicial para el pánico, y un muy extendido etcétera. Todos problemas relacionados con el mundo de la política y las instituciones públicas. Y es el mundo de la política y las instituciones el que permite convertir una saneada y próspera economía en una saneada y próspera sociedad.

Pienso que se debe discutir el difundido sentido común según el cual la riqueza se encargará (ella sola) de solucionar todos los problemas del país. Tal sentido común fomenta el inmovilismo, la postergación de las reformas estatales sustanciales. Como el viejo marxista que esperaba sentado a que la economía madure por sí sola las condiciones políticas para la anhelada revolución, el sentido común contemporáneo promueve apoltronarse hasta que la riqueza madure las condiciones políticas para una democracia plena. Y la riqueza es una condición necesaria para tal cosa, pero no suficiente. En los últimos años, el crecimiento económico ha ido en aumento, pero con él también han aumentado las protestas sociales. Y aunque el dinero ha entrado a raudales al fisco, seguimos siendo el país de América Latina con menos confianza hacia sus partidos políticos, hacia sus instituciones, hacia su gobierno y el país que exhibe la menor confianza en que el Estado sea capaz de hacer cumplir la ley (véase la encuesta Latinobarómetro 2008). Así, por más que nuestra economía mejora y mejora, seguimos en la cola continental en materia institucional (como en el fútbol, por lo demás). Y luego hay quien se sorprende con las protestas, con la inestabilidad social y el cuco electoral “antisistémico”. Una buena manera de no sorprenderse es abandonar el sentido común economicista y observar el Perú (y el fútbol peruano) como un asunto que engloba economía, política y sociedad. Y ahí, lamentablemente, el Perú sí tiene mucho del fútbol peruano.

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