Revista Poder
It was like putting the clock back to when B.C. became A.D.
Bob Dylan
Mick se tiró a la mujer de Brian, así lo cuenta Keith. Para compensar la estocada que le había clavado al amigo y a su matrimonio, alquiló un departamento que compartirían los tres compinches, músicos, post- adolescentes y paupérrimos. Durante el día Mick iba a London School of Economics, en tanto que Keith y Brian recogían botellas que podían canjear por unos centavos. Sobrevivían. La cocina era un caos inmundo de platos apilados, olvidados y, pronto, habitados. Pero el departamento de Beckenham no incubaba únicamente moho y hongos en los lavaderos, gestaba también a la banda de rocanrol más grande de la historia. En esa pobreza constante, los amigos estudiaban como enfermos a BoDidley, Muddy Waters y Robert Johnson e imitaban tanto como podían a Chuck Berry. Solo había dos o tres groupies y el tiempo del sexo, las drogas y el alcohol no había llegado. Por el momento solo querían adueñarse del rythm & blues y ser la mejor banda de Londres. Pero ni siquiera tenían ofertas para tocar. Es más, ni siquiera eran una banda.
Del otro lado del Atlántico, un jovencito de Duluth, Minnesota, había llegado al Greenwich Village en Manhattan, con unas monedas en los bolsillos, una guitarra en la espalda y la identidad que mantendría toda su vida: I’m a rambler, I’m a gambler, I’m a long way from my home. Se llama Robert Allen Zimmerman. Solo quiere ser un eslabón más en la historia de la música popular norteamericana. Como Cisco Houston o Hank Williams. Pero sobre todo como Woody Guthrie. Cada vez que puede toma un bus en Port Authority que lo lleva a New Jersey, donde Guthrie está internado en un hospital psiquiátrico. Y ahí le toca y canta sus canciones, ’cause not many men’ve done the things that you’ve done. En las noches se presenta en cafés y bares, en el Wha? especialmente. Pero las propinas del respetable son escasas. De Richie Havens aprende que se consigue bastante más si el sombrero lo pasa una chica. Pero aun así el sombrero con las justas deja para comer. Bobby caletea las noches de sofá en sofá y durante el día sigue oyendo al canon del folk y leyendo todo lo que encuentra en esas casas amigas que lo albergan. En la noche vuelve a la ceremonia de la guitarra y las propinas, todavía no tiene nombre y canta las canciones de la tradición.
Mick, Keith y Brian lograron tocar en algunos clubes de Londres. Actuaban en los intermedios de bandas establecidas. Hacían más bulla de lo que puristas y experimentados del blues y el rythm & blues estaban dispuestos a tolerar. Necesitaban bajista y baterista. El bajo que consiguieron, Bill, no les encantaba pero ¡tenía un amplificador! Y el baterista con el que soñaban, un tal Charlie, algo mayor que ellos y que venía del jazz pero al que con firmeza se le podría aceitar ese fino engranaje con el sucio diésel de rocanrol, era impagable. Pero en la primavera de 1962 las cosas comenzaron a rodar mejor. Más conciertos, algunos pagados, bares pequeños pero repletos donde Mick descubrió que le bastaba una losa y unas maracas para excitar a las audiencias. Uno de esos días Brian llamó a Jazz News, la revista donde se publicitaban las tocadas en la ciudad, y anunció que darían un concierto el 12 de julio en el Marquee Bar. Del otro lado de la línea preguntaron con bastante lógica, ¿y cómo se llama la banda? Chesss, ¿cómo nos llamamos? Eh, bueno, eh, podría ser… ¡la llamada nos está costando!, en el suelo yace un disco de Muddy Waters, lo recogen, la primera canción es Rollin’ Stone, ¡Nos llamamos The Rolling Stones! Y el 12 de julio de 1962 los Rolling Stones tocaron por primera vez.
Dave Van Ronk era el rey de la escena folk del Village y, como todos los consagrados, tocaba en el Gaslight. Robert Allen lo abordó en el invierno de 1962, mientras Van Ronk preguntaba en una tienda por una guitarra Gibson. Soy folk singer y nuevo en el pueblo, le dijo, ¿puedo cantarte un par de canciones? Van Ronk aceptó y esa noche misma Allen le abrió el show en el Gaslight con dos canciones y poco a poco se hizo de un espacio ahí. Ya no habría que pasar el sombrero. Por fin se puede alquilar un sitio propio y se muda al departamento del 161 West 4th Street. Está completamente enamorado de Suze Rotolo (quien publicó un libro recientemente sobre aquellos años) y poco a poco descubre que tiene mucho más que decir que lo que el folk tradicional le permite, pero ¿qué decir?, ¿cómo hacerlo? No tiene la más remota idea. Rotolo lo introduce a Rimbaud, ven La Strada y La Dolce Vita, Suze lo lleva a oír unas canciones de Bertolt Brecht y John Hammond le presta un disco de Robert Johnson, y entonces Bobby comienza a sentir que hay vida más allá de Woody Guthrie. Necesita un nombre. Quería ser Robert Allen al dejar el Midwest y luego Robert Allyn para evitar confusiones. Pero leyó a Dylan Thomas y Dylan sonaba como Allyn, algo había que hacer: ¿Robert Dylan?, ¿Bobby Allyn? La gente le había llamado Bobby por muchos años y en la escena musical abundaban los Bobby, no era suficientemente innovador. Y un día dijo que se llamaba Bob Dylan. Y en 1962 grabó su primer disco para Columbia con 13 canciones, de las cuales solo dos eran suyas.
1962. Todo cambió. The Rolling Stones y Bob Dylan ya estaban entre nosotros. El mundo que iban a derribar todavía estaba entero y del nuevo no se sospechaba nada. Como los revolucionarios franceses en 1788 o los rusos en 1916, ni ellos mismos tenían una idea de cuánto iban a transformar el viejo orden ni de lo que desencadenarían. Si Kant había empujado al mundo a pensar por sí mismo, los Stones y Dylan lo empujaron a sentir por sí mismo, a bailar por sí mismo, a indignarse por sí mismo, a vivir por sí mismo, en suma, a ser uno mismo. El rock no es otra cosa que un tren o una carretera donde se queman las amarras con el pueblo chico, con la casa, con el padre, y se parte en busca de nuestro auténtico ser. El rock o el entierro de la cojudez. No hay individuo libre sin rocanrol. Y un pueblo sin rocanrol es una comunidad de esclavos. Pero era 1962 y las cabezas todavía estaban en su sitio.
Siempre me ha conmovido una respuesta de Bob Dylan en 1962, justo antes de que apareciese su primer disco. La entrevistadora se refiere a sus canciones como folk songs y él con solo veinte años y sin ser nadie, se resiste a la etiqueta fácil. No son folk songs, le aclara, se lo repite, y, cargado de una intuición más profunda que él mismo, esgrime “I just call them contemporary songs I guess”. Canciones contemporáneas, supone. Y no le entienden, ¡porque el mundo contemporáneo no ha empezado!
Ese mundo contemporáneo empieza en el momento en que los Stones se maxifican, cuando Dylan se vuelve de las masas. Pero eso sucedió en el distante 1963. Cuando Andrew Oldham encerró en una cocina a Mick Jagger y a Keith Richards y les anunció que no saldrían de ahí sin una canción propia pues no podían seguir viviendo de las ajenas (varias horas después salieron con As tears go by) y cuando Bob Dylan presentó The Freewheelin’, su segundo y revolucionario disco. Entonces cada uno había encontrado ya su ritmo y su voz, la actitud y la multitud. Ya era el mundo contemporáneo. Los Stones envenenaron el cuerpo de jovencitas y jovencitos y Bob Dylan les envenenó el cerebro.
Keith Richards, en su estupenda autobiografía, tiene algunas páginas memorables sobre el delirio de las adolescentes hacia los Rolling Stones. Era una liberación erótica largamente macerada. Erotizadas por Mick Jagger decidieron ahí mismo no ser como sus madres, sus tías, sus abuelas y un largo etcétera histórico. Afirma el guitarrista que les temía más que a una jauría de hienas; era un torrente histórico e histérico, la lujuriosa libertad del cuerpo sentida por primera vez. La música era lo de menos, no se oía nada en medio de esos gritos. Y también en 1963, una muchedumbre innombrable marcha sobre Washington exigiendo derechos civiles y políticos. Y Bob Dylan canta frente a ellas. Canta When the ship comes in, esa canción maravillosa sobre un tiempo nuevo que, como los huracanes, se advierte ya en la quietud del viento, interpretación que –siempre me ha parecido– prefigura el I have a dream que Martin Luther King lanzará ahí mismo unos meses después. Pero aquello ya era 1963, el mundo contemporáneo, ya era nuestra era. Aquí se trata de 1962, de la llegada de los Rolling Stones y de Bob Dylan, que hace cincuenta años empezaron la tarea grandiosa de liberar cuerpos y almas.
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