Thierry Henry y el orden mundial

Revista Poder

El 18 de noviembre Francia e Irlanda jugaron el partido definitorio para la clasificación al mundial de fútbol Sudáfrica 2010. Francia había ganado el partido de ida en Dublín por uno a cero, tras lo cual esperaba confiada la vuelta en París. Pero los compatriotas de James Joyce y Óscar Wilde se pusieron fieros en la Ciudad Luz y se impusieron por uno a cero durante el tiempo reglamentario de juego. Así, ambos equipos debieron ir a un tiempo suplementario para jugarse la vida entera. Y en esas estaban cuando en el minuto 103, los franceses tiraron un centro largo y frontal al área irlandesa que pilló a un jugador francés en posición adelantada sin que nadie marcase la falta; acto seguido, la pelota picó en el área chica y, cuando parecía irse por la línea de fondo, Thierry Henry la “paró” con el antebrazo, luego la acomodó con la mano (exacto, incrédulo lector, ¡la tocó dos veces con la mano en el área chica!) y consiguió tirar el centro que William Gallas cabeceó para anotar el gol que dio la clasificación a Les Bleus.

Por su parte, el árbitro sueco Martin Hansson dotó de sentido aquella frase medio absurda que andamos repitiendo sin saber por qué: eso de hacerse el sueco.

Al día siguiente el escándalo era mayor. La prensa irlandesa calificó el asunto como robo a mano armada, proliferaron los grupos de Facebook contra Henry, el árbitro, la FIFA, la UEFA, Francia y cualquier cosa que hubiese rodeado al partido de marras. La Asociación Irlandesa de Fútbol solicitó a la FIFA que el partido se juegue nuevamente, el Primer Ministro irlandés Brian Cowen se unió públicamente a la solicitud y, en Francia, Henry aceptó haber tocado la bola con la mano, aunque, dijo, “involuntariamente”. Dos días después del partido y ante la escalada anti-Henry en la web que ponía en peligro sus contratos con la firma Gillette (por ejemplo, en Wikipedia la palabra “cheating” fue rápidamente ejemplificada con el video de Henry), el delantero del Barcelona declaró que lo más equitativo sería jugar el partido nuevamente. Y a esto se sumó parte de la clase política francesa: la ministra de Economía secundó la idea de que Francia solicite que el partido se realice nuevamente, el sindicato francés de profesores de educación física afirmó que Henry destrozaba los valores con los cuales enseñan cada día a hacer deporte a los niños galos, y hasta Le Pen metió su cuchara al declarar que legalmente había ganado Francia, pero deportivamente había perdido.

Ante estas reacciones, la Asociación Irlandesa de Fútbol retiró su pedido de jugar un tercer partido con la esperanza de poder hacer una nueva solicitud, esta vez junto con Francia, que, por el honneur, debería sumarse a la reivindicación. Pero tal esperanza fue desbaratada en un dos por tres cuando la FIFA declaró que el resultado del partido era inamovible ya que las decisiones del árbitro son absolutamente inapelables. Punto final.

¿Qué es lo que ha indignado a millones de personas alrededor del mundo? La pulcra mala suerte desataría la pena, la conmiseración por quien sufre un infortunio. Pero aquí la indignación proviene, más bien, de la evidente trampa, del breve momento en que el deporte deja de estar regido por la reglas del juego, para estar comandado por las reglas del más fuerte. Se huele el timo descarado. Una vez más.

De todo este escándalo, lo que más me llama la atención es el argumento general según el cual la propia Francia debería solicitar a la FIFA que el partido se repita. Más que argumento, es un ruego. Puesto que sabemos que el gran mandamás y juez del pleito (la FIFA) siempre inclinará la balanza hacia el poderoso, a los débiles solo les (nos) queda tratar de despertar la “grandeza moral” del fuerte. En definitiva, detrás del pedido, reside la convicción de que el tercero imparcial no es ni tercero ni imparcial. Y en lugar de reclamar un orden jurídico internacional imparcial; en vez de reclamar que abstractas y universales reglas nos juzguen a todos por igual, los vasallos acudimos a la concreta buena voluntad del Señor para que convenza a su compinche el juez de no perjudicarnos. No invocamos la ley, exhortamos a nuestro amo.

Y lo peor de todo es que el orden global general repite varias de estas patologías. Desde que el Muro de Berlín se vino abajo y las esperanzas liberales para arriba, el mundo ha conseguido construir un orden económico global sin que aparezca junto a él un orden político global. Se comercia más, los mercados se acercan, fusionan y multiplican, pero la vida política internacional no ha tenido un desarrollo similar. Más bien, esta sigue siendo, para bien y para mal, dominio de los grandes actores internacionales.

Para bien y para mal. Hace algo más de una década, el juez español Baltasar Garzón pidió la detención y extradición de Augusto Pinochet por tortura y desaparición forzosa. El ex dictador chileno fue detenido en Inglaterra y más de uno celebró que, si en Chile no se podía hacer justicia, felizmente los tribunales españoles se encargarían. Se habló de la “jurisdicción universal de los DD.HH.” y de un nuevo orden jurídico global. Sin embargo, de la misma forma en que su detención y encarcelación (que no se llegó a cumplir) era un acto de justicia contra un crápula mayor, también era cierto que la “jurisdicción universal de los DD.HH.” se aplicaba de arriba hacia abajo, del norte hacia el sur. Si la memoria no me falla, Jorge Edwards lo resumió así: “Incapaces de juzgar a Franco, los españoles quieren juzgar a Pinochet” (de pasada, ¿los chilenos incapaces de juzgar a Pinochet entregaron a Fujimori?). Lo que quiero decir es que, aunque el acto era justo por los cuatro costados y siempre habrá abogados prestos a defender la tesis universalista de los derechos humanos, también es cierto que el asunto sigue siendo materia discutible y que cuando dichos principios se llevan a la práctica, se hacen más desde la fuerza y decisión de Estados poderosos sobre los débiles, que sobre una ley internacional igualitaria.

Un argumento similar puede hacerse para varias intervenciones militares en los últimos años. En la ex Yugoslavia era preciso, no lo dudo, detener la limpieza étnica desatada y retirar del poder a Milosevic en Serbia. Pero también es cierto que la guerra iniciada era ilegal, que no contó con los votos necesarios en el Consejo de Seguridad de la ONU para poder lanzarla, pues Rusia y China, miembros permanentes del consejo, se oponían a la intervención. Y apenas unos años después, varios países europeos que habían participado en dicha guerra ilegal, reprocharon a los estadounidenses comenzar una guerra en Iraq sin el acuerdo del mismo consejo de seguridad que, apenas unos años antes, ellos habían omitido sin dudas éticas.

Y algo parecido sucede con la vida política en América Latina. Aunque la OEA tiene las competencias formales para velar por la democracia en la región, lo real es que, desde su creación, es funcional a los intereses autoritarios. Llegan, cuentan votos, encuentran que no hay irregularidades en el conteo y parten habiendo legitimado elecciones en las que las irregularidades suelen exceder largamente el día de votación. Y en ese momento, entonces, regresa la lógica del vasallo: puesto que somos incapaces de confiar en los arreglos institucionales internacionales, tocamos las puertas de Washington o Brasilia para que desatoren nuestros problemas (véase Honduras).

La promesa desahuciada de construir un orden global más democrático y amparado en la ley internacional es acaso el fracaso más flagrante del mundo posterior a la Guerra Fría. Por un buen rato todavía, los enanos estaremos limitados a convocar la buena voluntad de Gulliver… a pedir clemencia a los Thierry Henry del mundo.

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