Revista Poder
I
El eslogan de la casa real sueca es “With the times”. Y en consonancia, la princesa Victoria de Suecia se ha casado con un plebeyo. Nunca antes había visitado Suecia, pero sobra decir que llegué cargado de lugares comunes respecto del progresismo escandinavo. ¡Aquí se permitió el cambio de sexo en 1972! Por eso en cuanto llego a la estación central de Estocolmo, me sorprende ver tanta gente movilizándose por la ciudad para ir a ver la boda real. Que lo hagan los españoles inoculados cotidianamente de prensa rosa vaya y pase, pero ¿los libertarios escandinavos? Los entusiastas del amor monárquico han llegado de los cuatro extremos del país. La boda va en vivo por la televisión, hay pantallas gigantes en las calles, el público se ha vestido de fiesta, la palabra “love” está a cada dos pasos. Hasta las feministas republicanas están entusiasmadas, me dice mi amigo Jorge Valladares.
¿Qué es todo esto?, me pregunto mientras paseo por la ciudad. Luego del beso que cierra el enlace, la princesa (y próxima reina Suecia) toma el micrófono y se dirige a la muchedumbre rubia: “Gracias, pueblo sueco, por darme un príncipe”. Y entonces estalla el delirio mientras suena una canción que ha hecho para la ocasión uno de los ABBA. El pueblo plebeyo se ha convertido simbólicamente en parte de la realeza. ¿Estrategia de los de arriba o conquista de los de abajo? Al mismo tiempo, la derecha nacionalista sueca por primera vez parece que obtendrá representación en el parlamento en las elecciones de septiembre. Su auge ha coincidido con los preparativos y emociones de la boda nacional, real y popular. Felizmente, cuando estoy a punto de convertirme en un marxista convencido de las conspiraciones universales contra la democracia, arranca a jugar Holanda y dejo a suecas y suecos entregados a su princesa y su príncipe plebeyo.
II
Margaret Thatcher dijo alguna vez en Inglaterra: “No hay tanta riqueza por aquí como para ser socialista”. La mitad de los países de Europa continental parecen avalar la frase. España sufre su peor crisis económica en muchas décadas. Sobrelleva los síntomas de la bancarrota que ya han padecido Islandia y Grecia. Rodríguez Zapatero, Primer Ministro español, decidió, listo él, divulgar algunas de sus medidas antidéficit el día que España debutaba en el Mundial. Luego han llegado medidas adicionales que han contado con la fortuna de que España sigue avanzando en el Mundial. A Sarkozy, Berlusconi y Cameron no les ha acompañado la misma suerte. Pero les acompañan crisis similares.
Zapatero prometió públicamente que no enfrentaría la crisis económica con una política de ajuste como la que el Partido Popular exigía. Apenas unas semanas después ha debido tragarse un gran sapo y lanzar un programa de ajuste que va a tocar a todos. La Unión Europea lo conminó a sacar las uñas y la podadora. “No había alternativas”, dijo un ministro. “Acabamos de perder la próxima elección”, dijo un militante del PSOE. Las pensiones, que solían indexarse con la inflación, han sido congeladas; los sueldos de los funcionarios públicos, recortados en 15%; se aumenta el impuesto a las ventas; y la ayuda al desarrollo en el Tercer Mundo también sufre un severo tijeretazo.
Y ahora vienen huelgas por todos lados. Mientras escribo estas líneas, Madrid está hundida en el caos por un paro de tres días que realiza el sindicato de trabajadores del Metro. La cosa amenaza con generalizarse. Para septiembre se anuncia un paro general continental en respuesta a los recortes presupuestarios y eliminación de subsidios sociales. ¿Qué se hará contra las movilizaciones? En América Latina se reprime, en Europa no es tan simple. Es una población educada, acostumbrada a las vacaciones, los sueldos y a las seguridades del bienestar. El enfrentamiento con sus autoridades promete contusos.
III
Nadie sabe con certeza qué aglutina a los belgas en un solo país. Sentado en un bar de Bruselas mientras veo a los alemanes pasar por encima a los australianos en uno de los primeros partidos del Mundial, detecto a lo lejos un televisor pequeño donde se difunden los primeros resultados de la elección general belga de ese mismo día. Abandono al fútbol por un rato y me acerco a indagar por ellos. “C’est la catastrophe” me dice el dueño del bar, a quien los alaridos futboleros lo tienen ahora sin cuidado. La catástrofe es el triunfo inédito de un candidato de derecha flamenco que propone abiertamente la “evaporación” de Bélgica. El país vive constantemente polarizado entre dos naciones: los flamencos en el norte (nerlandófonos) y los valores del sur (francófonos). Las divisiones entre unos y otros han llegado a su punto más extremo. Durante las últimas décadas, el Estado federal belga ha sido vaciado paulatinamente de competencias que han ido a dar a los tres gobiernos subnacionales (flamenco valón y el de Bruselas); ya no existen partidos políticos nacionales (por ejemplo, existe el partido liberal flamenco, el partido liberal valón y el partido liberal bruxellois, pero ya no hay un partido liberal belga). Y entre el 2007 y el 2008, durante nueve meses (¡nueve!), el país careció de gobierno pues no había alquimia política ninguna que permitiese acuerdos entre los partidos de las distintas comunidades lingüísticas. Todas estas tendencias se han confirmado con los resultados electorales del 13 de junio: uno de cada cuatro flamencos apoya el independentismo.
Que un país como Bélgica se dirija hacia la separación por albergar distintas comunidades lingüísticas en su territorio es desesperanzador. Por lo demás, un capítulo más de la desesperanza. Si tal es el destino de uno de los países más ricos de Europa (en términos per cápita) y uno donde los mecanismos federales permiten las más amplias autonomías para las comunidades lingüísticas, ¿qué esperar de los países pobres donde existe el mismo tipo de diversidad cultural? Y todo esto en la capital de Europa, en la fantástica Bruselas, donde se construye el proyecto político más audaz e importante de la historia contemporánea (la Unión Europea). Allí mismo también se cocina el más viejo y conservador de todos los vicios políticos: hacer de cada idioma un Estado y de aquel que hable uno distinto un extranjero, un apátrida o una persona no grata.
“¿Y ahora?”, le pregunto al triste barman que sigue con la mirada clavada en el televisor. “Bélgica no va a desaparecer de un día para otro –me responde-, seguiremos separándonos de a pocos, hasta el día en que sin darnos cuenta el país ya no exista. Pero aquí nadie se irá a la guerra para defender la unidad del país”. Tal vez para eso sirve la prosperidad: para no irse a la guerra.
IV
Solo en Francia la temprana eliminación de un Mundial puede ser un acontecimiento desde el cual teorizar las desgracias de la nación y la república. El reconocido filósofo Alain Fienkelkrault declara: “Este equipo no representa a Francia pero la refleja, con todas sus divisiones étnicas y clánicas; le hemos entregado el equipo nacional a un grupo de matones de barrios periféricos”. Y concluye, “a partir de ahora hay que seleccionar gentlemen”. Vaya. Excelente cargar contra los inmigrantes en tiempos de crisis económica y exigir que la selección esté compuesta por “buenos” franceses.
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